Una pobre viuda, que vivía en
los tiempos de un Maestro de la Sabiduría, tenía un hijo al que adoraba.
Un día su hijo enfermó y murió,
y ella, loca de dolor, se negó a enterrarlo y lo llevaba consigo a todas partes
sin hacer caso de las palabras de consuelo y resignación que la gente le
dirigía.
Alguien le dijo que el Maestro
estaba en un bosquecillo cercano a la ciudad con sus discípulos.
La fama del Maestro se había
extendido por todas partes, y era considerado un gran santo capaz de hacer los
mayores milagros.
La pobre viuda llegó con el
cadáver de su hijo ante el Maestro y echándose a sus pies le rogó, entre
sollozos, que le devolviera la vida.
El Maestro le dijo:
—Le devolveré la vida a tu hijo
a condición de que me traigas un grano de arroz de una casa de la ciudad en
donde no haya muerto nadie.
La viuda, llena de esperanzas,
partió para la ciudad y empezó su búsqueda.
En ninguna casa le fue negado
el grano de arroz, pero…
—Mi padre murió hace un mes…
—Mi suegra expiró la semana
pasada…
—Ayer hizo un año que murió mi
marido
No encontró ni una sola casa en
donde no lamentaran la muerte de alguien.
Cuando la última casa del
pueblo se cerró a sus espaldas, no había podido conseguir aún el grano de
arroz.
Al anochecer llegó hasta el
sabio.
Iba sola, llorando dulcemente.
—¿Y tu hijo? ¿Dónde lo has
dejado? Le preguntó el Maestro envolviéndola en una mirada compasiva.
—Mi hijo ya no existe. Ha
muerto y lo he enterrado junto a su padre. Ya he comprendido, Maestro. ¡Por
favor! ¡Enséñame!
Y el Maestro
la acogió en el bosque, y desde entonces hasta su muerte fue su discípula.