sábado, 30 de enero de 2021

El hijo del Rajá y la princesa Labam - Cuentos de la India (6)

 

El hijo del Rajá le mostró el montón de simiente de mostaza y replicó:

- ¿Cómo puedo extraer en un día todo el aceite que contiene esta semilla?

Sin embargo, tengo que hacerlo antes de mañana, o seré decapitado por orden del Rajá de este país.

- No te preocupes -contestó alegremente la reina de las hormigas. - Ve a tu lecho y descansa. Mientras tanto, entre mis súbditos y yo, haremos ese trabajo.

Confiado en aquella palabra, el príncipe fue a acostarse, y efectivamente, los pequeños insectos extrajeron todo el aceite.

Al otro día, el príncipe se trasladó al palacio del Rajá y le presentó el resultado de la laboriosidad de las hormigas. Pero el soberano movió la cabeza y dijo:

- Aún no puedes casarte con mi hija. Es necesario que antes luches con mis dos demonios y los mates.

Años atrás, el Rajá había logrado cazar en una trampa a dos terribles demonios. No supo qué hacer con ellos, y como temía soltarlos, los encerró en una jaula, esperando que algún día se presentase un hombre lo bastante fuerte para matarlos.

Hasta entonces ninguno de los príncipes que intentaron vencerlos lo consiguió, y el Rajá empezaba a temer que, aquellos demonios, se convirtieran en una carga eterna.

Cuando el joven vio a los dos terribles demonios, se dijo:

- ¿Cómo podré vencer a dos seres tan espantosos?

En aquel momento recordó a sus dos amigos los tigres, quienes inmediatamente aparecieron ante él.

- ¿Qué te ocurre? -le preguntó el tigre.

- El Rajá de este país me ha ordenado que luche contra sus dos demonios y los mate. ¿Cómo podré hacer semejante cosa?

- No te apures -contestó la hembra. - Nosotros los mataremos.

En efecto, los dos tigres vencieron en pocos momentos a los demonios, y el Rajá se sintió mucho más tranquilo al verse libre para siempre de la amenaza de los dos demonios.

- Está muy bien -dijo felicitando al príncipe. Mas, para conseguir a mi hija, debes hacer aún otra cosa. En lo alto del cielo tengo un enorme tambor. Es necesario que llegues hasta él y lo hagas sonar. Si no lo consigues, ya sabes lo que te espera.

El joven príncipe recordó enseguida su lecho, y sin perder un minuto, corrió a casa de la anciana que le hospedaba, y sentándose en la cama, ordenó:

- Cama, llévame hasta el tambor del Rajá.

El lecho obedeció en seguida, y a los pocos minutos el príncipe hacía sonar el enorme instrumento.

A pesar de haber oído el Rajá las notas del tambor, no quiso entregar su hija al joven, diciéndole que aún quedaba una última prueba.

- ¿Cuál? -preguntó el joven.

El soberano le cogió de la mano y acompañándole al jardín del palacio, le mostró un grueso tronco, diciéndole:

- Mañana por la mañana deberás partir este tronco con esta hacha de cera.

Esta vez el príncipe quedándose muy triste. No veía solución posible al nuevo problema, pues estaban ya agotados todos sus recursos. Convencido de que al día siguiente iba a ser decapitado, quiso despedirse de la princesa Labam, y por ello, trasladándose a sus habitaciones montado en su lecho volador.

- Vengo a despedirme de ti, hermosa princesa dijo. - Mañana tu padre hará rodar mi cabeza por el suelo.

- ¿Por qué?

- Me ha ordenado que parta un árbol muy grueso con un hacha de cera.

¿Cómo podré hacer semejante cosa?

- No te preocupes -replicó la princesa, que habiéndose enamorado del joven no quería dejar de ser su esposa. - Toma este cabello mío y colócalo extendido sobre el filo del hacha. Mañana, cuando nadie te oiga, ordena al árbol: "Déjate cortar por este cabello; te lo manda la princesa Labam".

Al otro día, el hijo del Rajá siguió las instrucciones de la princesa, y en

efecto, tan pronto como el cabello tocó el tronco, éste quedó partido en dos.

Maravillado por todos aquellos prodigios, el Rajá cedió al fin, diciendo:

- Has ganado a mi hija, y puedes casarte con ella.

Al casamiento de los dos príncipes acudieron todos los Rajás de los alrededores, y los festejos duraron varias semanas. Cuando se terminaron, el príncipe dijo a su esposa:

- ¿Quieres que vayamos al país de mi padre?

La princesa Labam aceptó complacida y al poco tiempo los dos esposos partieron hacia los dominios del Rajá.

El padre de la princesa Labam les regaló una enorme cantidad de camellos y caballos cargados de rupias y objetos de oro. También les dio una escolta de numerosos criados que los acompañaron con gran pompa hasta la capital del vecino reino, donde, de allí en adelante, vivieron.

El príncipe conservó siempre su cama voladora, el tazón, la bolsa, el palo y la cuerda; sólo que esto último, como vivió siempre en paz, no tuvo que emplearlo nunca.


jueves, 28 de enero de 2021

El hijo del Rajá y la princesa Labam - Cuentos de la India (5)


Aquella noche, lo mismo que las anteriores, la princesa Labam salió al mirador de su palacio. Y asimismo el príncipe estuvo todo el rato con la mirada fija en ella, sintiendo arder su corazón, de amor hacia la hermosa joven.

A las doce y media, un rato después de haberse retirado la princesa, el príncipe sentándose en su cama y se trasladó al dormitorio de su amada. Al llegar allí, sacando la bolsa, le pidió:

- Bolsa, dame el anillo más precioso del mundo.

La bolsa obedeció, entregando a su dueño una sortija hecha con sol del mediodía y adornada con una estrella de medianoche. El hijo del Rajá colocó suavemente el anillo en la mano de la princesa, mas, en este momento, despertándose la joven y le miró asustada.

- ¿Quién eres? -preguntó. - ¿De dónde vienes? ¿Por qué estás en mi

dormitorio?

- No te asustes, hermosísima princesa. No soy un ladrón, sino el hijo de un poderoso Rajá. Hiraman, el rey de los loros de la selva donde yo cazo, me dijo tu nombre e inmediatamente dejé a mi padre y a mi madre para venir a verte.

- Si eres el hijo de un Rajá -murmuró la muchacha, que había quedado prendada del hermoso joven, - no te haré matar, y diré a mis padres que quiero casarme contigo.

Loco de alegría, el príncipe regresó a casa de la anciana; pero era tanta su felicidad, que aquella noche no pudo dormir.

A la mañana siguiente la princesa, que tampoco había podido descansar, dijo a su madre:

- Ha llegado a nuestro país el hijo de un poderoso Rajá y deseo casarme con él. Te suplico por favor que se lo comuniques a mi padre.

- Está bien -asintió el Rajá al enterarse por su esposa del deseo de su hija. - No tengo ningún inconveniente en que ese príncipe se case con mi hija, pero antes ha de hacer lo que yo le diga. Si fracasa le mataré. Voy a darle cincuenta kilos de simiente de mostaza y si no logra extraer en un día todo el aceite que contiene, será decapitado.

Entretanto, el príncipe había despertado y lo primero que hizo fue explicar a la buena mujer que le hospedaba, que pensaba casarse con la princesa Labam.

- ¡Marchaos enseguida de este país y olvidaos de la princesa! -exclamó la anciana. - Muchos Rajás y príncipes han venido a pedir su mano y el rey los ha mandado matar. A todo el que intenta casarse con su hija le impone una serie de condiciones tan terribles que no hay quien pueda cumplirlas.

Si intentáis hacerlo moriréis como los demás.

Aunque los consejos de la anciana eran muy acertados, el príncipe no quiso escucharla. Era joven, adoraba a la princesa y nada podía detenerle.

Al poco rato de sostener esta conversación, llegó a casa de la anciana un mensajero del rey, que invitó al príncipe a acompañarle hasta palacio. Allí, el soberano, rodeado de toda su corte, le entregó cincuenta kilos de semilla de mostaza, ordenándole que extrajese el aceite que contenía y se lo llevara a palacio el día siguiente a la misma hora.

- Quien desee casarse con mi hija tiene que hacer cuanto yo le ordene - explicó el Rajá. - Si no es capaz de ello, tengo que matarlo. Por lo tanto, si no consigues extraer todo el aceite de esas simientes, te mandaré decapitar.

Al oír esto y ver lo que abultaban los cincuenta kilos de semilla, el príncipe sintiéndose muy desanimado, pues comprendió que le sería imposible salir airoso de aquella prueba.

Como no podía hacer otra cosa, cogió la semilla y se la llevó a casa de la anciana. Estuvo reflexionando varias horas acerca de su situación, sin llegar a decidir nada. De pronto, acordándose de la reina de las hormigas, y apenas acababa de pensar en ella la vio aparecer.

- ¿Cuál es el motivo de tu tristeza? -preguntó el animalito

martes, 26 de enero de 2021

El hijo del Rajá y la princesa Labam - Cuentos de la India (4)

 


El hijo del Rajá cogió la bolsa y pidió:

- Quiero un enorme montón de hojas de betel.

Apenas acababa de formular la petición, la bolsa se fue hinchando. En un momento se formó a los pies de la cama, un montón de las hojas pedidas.

Entonces el joven sentóse de nuevo en su cama y regresó a casa de la anciana.

A la siguiente mañana los servidores de la princesa encontraron el montón de hojas de betel, y se pusieron a masticarlas.

- ¿De dónde habéis sacado eso? -les preguntó la bellísima muchacha.

- Lo hallamos junto a vuestro lecho -contestaron los criados, que ignoraban por completo la visita del hijo del Rajá.

Entretanto, la anciana fue a despertar al hermoso príncipe, y le dijo muy triste:

- Debéis abandonar esta casa, pues si el rey supiese que he faltado a sus órdenes seguramente me haría matar.

- Hoy me siento enfermo, buena señora -contestó el joven. - Os ruego que me permitáis quedarme hasta mañana por la mañana.

- Bien, -replicó la anciana, que sentía un gran afecto por él.

Aquel día comieron y cenaron de lo que les dio la bolsa encantada. Al llegar la noche la princesa Labam salió al mirador de palacio y el príncipe

permaneció todo el rato con la vista fija en ella.

A las doce, la princesa se retiró a su dormitorio, y al poco tiempo, el hijo del Rajá sentándose en su lecho y solicitó ser trasladado al cuarto de su adorada. Una vez en él, pidió a la bolsa el más bello chal del mundo, y como de costumbre, la bolsa obedeció.

Apoderóse el príncipe del chal, que estaba hecho de azul de noche y espolvoreado con estrellitas caídas del cielo, y cubrió con él a la hermosa princesa, que pareció más bella que nunca. Enseguida regresó a la casa donde se hospedaba y durmió hasta el día siguiente.

Al despertarse la princesa y ver el chal, que tan bien armonizaba con su traje de rayos de luna, se sintió muy feliz.

- Mira, mamá -dijo a la Raní.- Este chal tan hermoso debe de habérmelo traído Kuda.

- Sí, hijita -replicó la madre, que también se sentía muy feliz. - Sin duda es un regalo de Kuda.

En aquel mismo instante la anciana que hospedaba al hijo del Rajá le indicó:

- Ahora ya podéis marcharos, noble caballero.

- Por favor -suplicó el príncipe. - Os ruego me dejéis quedar unos días más, pues aún no me encuentro completamente bien. Os prometo no salir para nada de casa, y así nadie me verá.

La anciana, cautivada por las palabras del joven, cedió una vez más.

domingo, 24 de enero de 2021

El hijo del Rajá y la princesa Labam - Cuentos de la India (3)


Los faquires se mostraron de acuerdo con estas condiciones y cuando el príncipe lanzó la primera flecha, los cuatro echaron a correr tras ella.

Cuando le trajeron el primer dardo, el príncipe lanzó el segundo, y cuando éste también le fue devuelto disparó el tercero y después el cuarto.

Al quedarse solo por última vez, el hijo del Rajá, dejando en libertad a su caballo, sentándose en la cama, cogió la taza de piedra, la bolsa, el palo y la cuerda y dijo:

- Cama, deseo ir al país de la princesa Labam.

La cama se elevó por los aires y voló, hasta llegar al país de la princesa, donde se posó sobre un verde campo. Para asegurarse, el joven preguntó a unos campesinos:

- ¿En qué país estoy, amigos?

- En el de la princesa Labam -le contestaron.

Entonces el príncipe se dirigió a una casa en la que vio a una anciana, quien le preguntó:

- ¿Quién sois y de dónde venís, noble señor?

- Vengo de un país muy lejano, señora -contestó el príncipe, inclinándose respetuosamente ante la anciana. - Ruego que me dejéis pasar aquí la noche.

- No puede ser, noble señor, no puedo permitir que durmáis en mi casa porque nuestro rey nos ha prohibido albergar a extranjeros.

- Por lo menos dejadme estar en vuestra casa hasta que amanezca. Ya es muy tarde y si durmiese en la selva correría el peligro de ser devorado por las fieras.

- Bien, podéis quedaros, pero mañana, a primera hora, os marcharéis, pues si nuestro rey se enterase de que os había dado cobijo, me haría pasar el resto de mi vida en un calabozo.

Dicho esto, la buena mujer entró en su vivienda, seguida del joven y se dispuso a preparar la cena, pero el príncipe la contuvo, diciendo:

- Señora, no os molestéis en preparar comida, seré yo quien os la sirva. Y metiendo la mano en la bolsa dijo en voz baja:

- Bolsa, dame la cena, -y la bolsa sirvió en dos platos de oro los más excelentes manjares que jamás viera la anciana.

Cuando hubieron terminado, la mujer quiso ir a buscar agua para beber y lavarse las manos, mas también esta vez la contuvo el príncipe, diciendo:

- No os molestéis, bondadosa señora, tendréis tanta agua como queráis. -Y sacando la taza de piedra le ordenó:

- Taza, dame agua.

Inmediatamente se llenó la taza de agua fresquísima que el príncipe vertió en los diversos recipientes. Cuando todos estuvieron llenos, ordenó a la taza que cesase de dar agua, e inmediatamente quedó vacía.

Como la noche ya había llegado, y el hijo del Rajá se extrañase de que la anciana no encendiera ninguna luz, preguntó el motivo de aquella particularidad.

- No es necesario -explicó la mujer. - Nuestro rey ha prohibido que sus súbditos encendamos luces, pues, en cuanto anochece, su hija, la princesa Labam, se asoma al mirador de palacio y, es tanto el brillo que despide, que su luz alumbra todos nuestras casas y calles con la misma fuerza que la del sol.

En efecto, en cuanto cerró la noche, que era oscura como boca de lobo, la princesa se asomó al mirador. Vestía un traje hecho con rayos de luna tejidos por los dioses protectores del país. Alrededor del cuello, la cabeza y el cuerpo, llevaba largas hileras de perlas y brillantes, que, unidos a su belleza, convirtieron en un momento la noche en día claro.

El príncipe contempló embelesado a la princesa y su corazón fue muy feliz.

En voz baja murmuró una y mil veces:

- ¡Qué hermosa es!

A las doce, cuando todos los habitantes de la nación se hubieron acostado, la princesa se retiró a sus habitaciones.

El joven príncipe aguardó hasta que supuso que la princesa se habría ya dormido, y entonces, sentándose en su cama, dijo:

- Cama, quiero que me lleves al dormitorio de la princesa Labam.

Y la cama obedeció inmediatamente, trasladando al príncipe a la habitación donde dormía la bellísima joven.

viernes, 22 de enero de 2021

El hijo del Rajá y la princesa Labam - Cuentos de la India (2)


Al oír esto, la reina de las hormigas abandonó su pastel y dirigiéndose al príncipe, le dijo:

- Has sido bueno con nosotras; si alguna vez te encuentras en peligro, piensa en mí y acudiré en tu ayuda.

El hijo del Rajá le dio amablemente las gracias, y montando a caballo, continuó el viaje.

Al cabo de varias horas, salió de la selva para entrar en otra más espesa, y después de cabalgar largo rato por ella, vio a un tigre que rugía de dolor.

- ¿Por qué ruges de esa manera? -preguntó el joven príncipe.- ¿Qué te pasa?

- Hace doce años que me clavé una espina en esta pata -contestó el animal. - En todo ese tiempo no ha dejado de dolerme, y por ello me quejo desde que nace el sol hasta que muere.

- Yo te quitaré ese estorbo -prometió el príncipe. - Pero has de prometerme que, cuando te haya curado, no me devorarás.

- ¡Oh, no! No te devoraré. Te suplico que me libres de este dolor tan terrible.

El hijo del Rajá sacó un afilado puñal, y con un rápido movimiento, arrancó la espina. Esta se hallaba tan hundida en la pata de la fiera que, al salir le hizo lanzar un rugido tan fuerte, que su hembra lo oyó desde donde se encontraba, y temiendo que algo malo le hubiera ocurrido a su pareja corrió a ayudarle.

El tigre la vio venir y ocultó al príncipe a fin de que ella no le encontrase.

- ¿Quién te ha herido? -preguntó la tigresa. ¿Por qué has lanzado ese rugido tan fuerte?

- No me ha herido nadie -replicó el tigre. - El rugido ha sido de alegría porque el hijo de un Rajá me ha quitado la espina que me clavé hace doce años.

- ¿Dónde está ese príncipe? ¡Quiero verlo enseguida!

- Si me prometes no matarlo, le llamaré.

- Te juro que no le haré ningún daño -aseguró la tigresa. - Sólo deseoconocerle.

El tigre llamó entonces al joven y cuando éste salió de su escondite, la pareja de tigres le saludaron con numerosas demostraciones de afecto.

Después le sirvieron una excelente cena. Durante tres días el príncipe permaneció con ellos y cada mañana miraba la herida del tigre. Cuando estuvo completamente cerrada se despidió de sus amigos, quienes le dijeron:

- Si alguna vez te encuentras en peligro, piensa en nosotros y correremos en tu ayuda.

El príncipe prometió hacerlo así y, montando a caballo, llegó a una tercera selva. En ella encontró a cuatro faquires cuyo maestro había muerto, dejándoles en herencia cuatro cosas: una cama que trasladaba de un sitio a otro a quien se sentase en ella; una bolsa que proporcionaba a su poseedor todo cuanto le pidiera, joyas, comida o ropas; un vaso de piedra capaz de ofrecer siempre agua a su dueño, por muy lejos que estuviera de la fuente y un palo y una cuerda a los cuales sólo se tenía que ordenar:

"Palo, golpea a todos los hombres que hay aquí, menos a mí" para que el palo golpease uno tras otro, a todos los enemigos, seguido de la cuerda que los ataba.

Los cuatro faquires se peleaban por éstas cuatro cosas. Uno decía:

- ¡Yo quiero la cama!

El otro replicaba:

- No puede ser, porque la cama es para mí.

Y así por el estilo, sin que, ni por un momento lograran ponerse de acuerdo.

- No os peleéis por vuestra herencia -dijo el príncipe. - Voy a lanzar cuatro flechas. Aquel de vosotros que coja la primera se quedará con la cama.

Quien consiga la segunda, tendrá la bolsa. El que me traiga la tercera será el dueño de la taza de piedra y al que se apodere de la última se le dará el palo y la cuerda.

miércoles, 20 de enero de 2021

El hijo del Rajá y la princesa Labam - Cuentos de la India (1)


Un Rajá, que gobernaba una importante provincia de la India, tenía un
solo hijo, a quien le gustaba ir de caza diariamente. En una ocasión la Raní, su madre, le dijo:

- Puedes cazar hacia el Norte, hacia el Este y hacia el Oeste, pero nunca se te ocurra ir hacia el Sur.

Dijo esto porque estaba segura de que, si su hijo iba en aquella dirección, oiría hablar de la hermosísima princesa Labam y entonces despedirse de sus padres para ir en busca de la bella muchacha.

El joven Príncipe obedeció por algún tiempo el consejo materno, pero una vez, después de recorrer el Norte, Este y Oeste sin haber encontrado un solo animal sobre el cual disparar sus flechas, recordó la advertencia de la Raní acerca del Sur, y decidió investigar el motivo de la prohibición. Sin la más pequeña duda, preparó el arco y penetró en el bosque que se extendía hacia el Sur.

De momento sólo vio una selva muy densa, sin encontrar en ella nada anormal, a no ser una cantidad enorme de loros. A falta de mejor caza, el hijo del Rajá disparó varios dardos contra los hermosos pájaros, que enseguida huyeron a esconderse en los árboles más altos.

En realidad, no huyeron todos, pues el viejo Hiraman, que era su rey y a quien los achaques no permitían volar con la misma rapidez de sus súbditos, quedose en la rama que le servía de trono, y con voz cascada gritó a los fugitivos loros:

- ¡No me dejéis solo, para que sirva de blanco a las flechas del príncipe!

¡Volved enseguida o le contaré a la princesa Labam lo que habéis hecho!

Al oír estas palabras todos los pájaros regresaron junto a su soberano, balbuciendo humildes excusas. Y dicho esto, el ave voló lejos de la tierra.

Tiempo después, cuando el dios Buda contaba esta historia a sus discípulos, solía añadir:

- En aquella época el león era Devadata, el traidor, y la blanca cigüeña era yo mismo. El hijo del Rajá quedóse grandemente sorprendido al oír hablar tan bien a unos animalitos tan pequeños.

Decidido a enterarse de quién era la princesa Labam, que tanta importancia parecía tener entre ellos, preguntó a Hiraman:

- ¿Quién es la princesa Labam? ¿Dónde vive?

El rey de los loros no quiso contestar a la pregunta del príncipe, limitándose a decir:

- No te molestes preguntando por la princesa, pues nunca podrás llegar hasta su morada.

El hijo del Rajá trató de obtener más información, pero fue completamente inútil. Al fin, cansado de preguntar, tiró el arco y las flechas y regresó a su palacio, donde estuvo cinco o seis días encerrado sin comer ni beber.

Al fin, comprendiendo que de aquella manera no podía vivir, salió de sus habitaciones y dirigiese a las de sus padres, a quienes anunció que quería ir a conocer a la princesa Labam.

- Tengo que ir -dijo. - Es necesario que la vea. Decidme dónde se encuentra.

- No lo sabemos, hijo -contestaron a la vez el Rajá y la Raní.

- Entonces iré yo mismo a buscarla, -dijo el príncipe.

-No, no -protestó el padre. - No debes dejarnos. Eres nuestro único hijo.

Será mejor para ti que no salgas de nuestros dominios, pues nunca lograrás encontrar a la princesa Labam.

- Es necesario que lo intente. Tal vez Dios se apiade de mí y acceda a mostrarme el camino. Cuando la encuentre volveré con ella a vosotros; pero si muero no volveré a veros. Adiós, padres queridos.

El Rajá y la Raní, vertieron ardientes lágrimas al despedirse del joven. El padre le dio hermosos vestidos, un magnífico caballo, un arco que lanzaba las flechas más de trescientos metros, y un talego lleno de rupias.

Cuando el príncipe había montado ya a caballo, se acercó la Raní, y después de abrazarle estrechamente, le tendió un pañuelo lleno de golosinas, diciéndole:

- Cuando sientas hambre, hijo mío, come dulces de estos.

El joven guardó el obsequio de su madre, y conteniendo las lágrimas que pugnaban por brotar de sus ojos, se alejó hacia la ventura.

Al cabo de varias horas de cabalgar a través de una selva virgen, llegó a un estanque bordeado de frondosos árboles. Despojándose de sus vestiduras bañándose en él, y cuando hubo terminado, fue a tenderse a la sombra de uno de los árboles, con la intención de comer alguna de las golosinas que le diera su madre.

Al desatar el pañuelo y coger el primer dulce, vio que una hormiga había empezado a comérselo. En el segundo encontró otra hormiga. Dejó los dos pasteles en el suelo y cogió otro, y otro y otro. Fue inútil; todos estaban como los anteriores. - No importa -murmuró. - No comeré los dulces. Dejaré que los terminen las hormigas.

lunes, 18 de enero de 2021

El león y la cigüeña - Cuentos de la India

 


Una vez, en el tiempo en que Brahama reinaba en Benarés, estaba un enorme y fiero león devorando su recién casada presa, cuando se atragantó con un hueso. Irritósele la garganta de tal manera, que el pobre animal pasó varios días sin poder probar bocado. Y sufriendo terriblemente.

Una cigüeña, que le contemplaba desde un árbol, le preguntó una mañana, al ver cómo se retorcía de dolor:

- ¿Qué os pasa, amigo?

El león explicó con apagada voz el motivo de su sufrimiento.

- Yo podría libraros de ese hueso -dijo la cigüeña cuando el otro animal cesó de hablar, - pero no me atrevo a hacerlo por miedo a que me devoréis.

- No temas -contestó el león, que como rey de los animales hablaba de tú a todo el mundo. - No te devoraré. Te suplico que me libres enseguida del estorbo que tanto daño me hace y que no me deja comer.

- Confío en vuestra palabra. Echaos sobre la espalda y abrid bien la boca.

La fiera hizo lo que le indicaba la cigüeña. Entonces el ave, no queriendo ahorrarse ninguna seguridad, colocó un palo entre las dos imponentes mandíbulas para que el león no pudiese cerrar la boca; enseguida, metiéndole el largo pico hasta la garganta cogió el hueso y en un momento libró al animal de lo que le había hecho pasar tan malos ratos. Después, con la punta del pico, apartó el palo que impedía cerrar la boca al rey de la selva, y sin aguardar más, voló a posarse sobre una rama.

A los pocos días de esta escena, el león, ya del todo curado, estaba devorando un gran búfalo, cuando la cigüeña, que le contemplaba desde un árbol cercano, decidió sondearle. Así, recitó este primer verso;

Por el favor que yo os hice

Con la mejor voluntad

Dadme vos, Gran Majestad,

El premio que se merece.

La contestación del rey de los animales fue la siguiente:

Me pides tú la merced

Que la acción de mí merece.

¿No te parece estar viva

¿Merced más que suficiente?

A lo que la cigüeña replicó:

Vos no sois agradecido,

Mi señor, el rey León

Habéis dado ya al olvido

El favor que os hice yo. Algún día os hallaréis

Otra vez en gran apuro,

Y entonces no tendréis

Ningún asilo seguro.

Y dicho esto, el ave voló lejos de la tierra.

Tiempo después, cuando el dios Buda contaba esta historia a sus

discípulos, solía añadir:

- En aquella época el león era Devadata, el traidor, y la blanca cigüeña era

yo mismo.

sábado, 16 de enero de 2021

La Montaña Crujiente - Antiguos Cuentos del Japón


Érase una vez un abuelito y una abuelita vivían solitos en una casita.

Cada día el abuelito se iba a trabajar en el campo, y mientras sembraba arroz cantaba:

"Un grano, y de él miles."

Cada día también venía después del abuelito un tejón, que cantaba:

"Un grano y uno solo. Y todos me los comeré."

Y cuando el viejecito volvía al campo el día siguiente, veía que no le quedaba ni un solo grano. Por culpa de esto, los abuelitos vivían pobremente.

Un día el abuelito, al ver que otra vez el tejón se había comido todo, se enfadó tanto que decidió atrapar al tejón. El abuelito empezó a sembrar y cantar, como siempre, hasta que por fin llegó el tejón. De repente, el abuelito dio un salto, y en un abrir y cerrar de ojos atrapó al tejón malo y le ató con una cuerda fuerte.

Cuando el abuelito llego a casa con su prisionero, le dijo a la abuelita:

"Abuelita, ven y mira lo que cogí hoy. Calienta la cazuela y haznos un buen cocido de tejón." y el abuelito volvió al campo.

La abuelita empezó a moler arroz para hacer galletas para la cena.

El tejón, que era muy taimado, le dijo a la abuela: "Abuelita, mira que eso de moler arroz, usted solita, a sus añitos, deberá ser mucho trabajo. ¿Por qué no me desata para poder darle una mano?" La abuela vacilo, pensando que el abuelito se enfadaría. Pero él tejón insistía tanto como quería ayudarla que, al fin, la abuelita decidió dejarle suelto para un poquito. A lo primero el tejón fingió ayudarla y cogió el mano de mortero; pero en vez de moler arroz le dio un bastonazo a la abuelita sobre la cabeza y se fugó corriendo. Cuando el viejecito llegó a casa y encontró a la viejecita ya muerta, se puso a llorar. Una liebre, viéndole llorar, le pregunto el por qué de sus lágrimas, y el viejecito le contó su historia. "Vale, yo me vengar por ti." dijo la liebre, y se fue hacia las montañas.

La liebre se puso a recoger leña. Después de un rato, el tejón se acercó y le preguntó que qué hacía. "Este invierno va a ser muy frío, y me estoy preparando," le contesto. El tejón pensó que esto era una buena idea y empezó a ayudar a la liebre. Pronto, tenían un buen montón de leña. Se montaron la leña sobre la espalda y empezaron a bajar la montaña. A medio camino, la liebre empezó a quejarse: "¡Como pesa! ¡Ay, como pesa!"

El tejón, para ayudar a su nuevo amigo tanto como para no oírle quejar todo el tiempo, tomó toda la leña de la liebre y se la puso sobre su propia espalda. Al seguir el camino, la liebre, quien caminaba detrás del tejón, comenzó a chocar unas piedras sobre la leña para que se prendiera en fuego.

Cuando el tejón le preguntó que qué era ese ruido, la liebre le contestó que ésta era la Montaña Crujiente, y que el sonido era de los pájaros pegando a los árboles con los picos. Por fin la leña empezó a quemarse, y al oír las llamas del fuego el tejón le preguntó otra vez a su nuevo amigo lo que era.

"Ese sonido es el llanto de los pájaros, y por eso también le llaman a esta montaña la Montaña de los Pájaros que Llantan." Al quemarle la piel, el tejón comenzó a gritar, pero la liebre se escapó corriendo.

El día siguiente, la liebre se puso esta vez a recoger pimientos rojos para hacer picante. Al verlo el tejón, éste se enfadó y le chilló que por su culpa la espalda se le había quedado horriblemente quemada.

La liebre se hizo el tonto y le contestó:

"Las liebres de la Montaña Crujiente son las liebres de la Montaña Crujiente.

Los de la Montaña de los Pimientos son los de la Montaña de los Pimientos.

No s é de lo que hablas."

El tejón pensó que eso tenía razón. Le pidió en vez a la liebre si por acaso tenía alguna medicina para las quemaduras.

"Vaya suerte, ahora mismo la estoy preparando", le dijo la liebre al tejón y empezó a cubrirle la espalda con la pimienta. Al principio el tejón no sentía nada, pero poco a poco la pimienta le dejó en peor dolor que antes. En ese momento, la liebre corrió y se escapó otra vez.

El día siguiente la liebre se fue a la montaña de nuevo. Esta vez empezó a cortar árboles, pare hacerse un barco. El tejón llegó, la espalda doliéndole muchísimo, chillándole a la liebre que por culpa de su medicina casi se murió ayer en la montaña de los Pimientos.

La liebre, como si nunca le hubiera conocido, contesto:

"Las liebres de la Montaña de los Pimientos son las liebres de la Montaña de los Pimientos.

Las de la Montana de los Cedros son las de la Montaña de los Cedros.

¿Tú quién eres?"

O la liebre era buen actor o el tejón era bastante crédulo, la cosa es que otra vez el tejón se creyó lo que la liebre le decía. Al enterarse de que la liebre planeaba hacerse un barco, le pregunto por qué.

Cuando la liebre le dijo que era para ir de pesca en el río, el tejón quiso un barco también. "Bueno, yo me hago el barco de color blanco por que la piel la tengo blanca. Tú, ya que tienes pelo marrón, te vendría mejor hacer el barco de tierra.", le explicó la liebre al tejón. Cada uno acabó de construirse su propio barco y se fueron juntos al río. Ya en el agua, el barco de tierra del badger comenzó a disolverse. En muy poco tiempo, el tejón se encontró hundiéndose en el agua. Se ahogaba y gritaba:

"¡Socorro, socorro, ayudame!" Pero la liebre, impasible, le dijo: "Recuerdate ahora de la pobre abuelita que murió por tu culpa," y le abandonó.

La liebre se fue al abuelito. Le anunció que el tejón estaba muerto. Pero en

vez de alegrarse el viejecito se entristeció. Pensó que la muerte del tejón no le devolvería la abuelita, y que la venganza no valía para nada.