No está el mérito en vegetar como las plantas, ni respirar como los animales domésticos o salvajes, ni tener la imaginación pendiente de las impresiones de los sentidos, ni estar sujeto como un muñeco a los impulsos de las pasiones, ni agruparse, ni tomar los alimentos, función esta del mismo orden que la de operar la excreción de la comida.
¿Qué es lo que hace, pues, apreciable al hombre? ¿Acaso las calurosas ovaciones? No; ni tampoco las aclamaciones, puesto que las alabanzas que prodiga la multitud solo es un murmullo de voces. Apartémonos, pues, de esta gloria despreciable. ¿Queda algo, entonces, que pueda realizar la dignidad del hombre? Lo único, a mi parecer, es adaptar la conducta de cada uno a la organización interior de su ser, haciendo de esto el único objeto, como si se tratara del estudio y de las artes. En efecto, todo arte tiende a concordar las cosas con el objeto para que han sido hechas. Así proceden el jardinero, el viñador, el domador de un potro y el adiestrador de un perro.
He aquí, pues, lo que hace al hombre verdaderamente digno de aprecio; si llegas a conseguir esta perfección, los demás objetos te parecerán indiferentes. ¿Acaso podrás luego dar importancia a otras cosas? ¿No serás libre nunca, ni capaz de bastarte a ti mismo, ni estarás exento de perturbación? Sin duda tendrás envidia, celos y sospechas de los que pudieran arrebatarte estos bienes imaginarios; y quizá también tiendas lazos a los que poseen lo que en tanta estima tienes. Luego es imposible que con semejantes deseos no te halles perturbado y no protestes, incluso, en contra de los dioses. Si, por el contrario, respetas y honras tu alma, estarás siempre contento de ti mismo, en buena inteligencia con los hombres y de acuerdo con los dioses; sí, los bendecirás por todo loque te envían y por todo lo que te han destinado.