"¡El infiel come con sus siete vientres, pero
el creyente se contenta con uno solo!" (Hadiz - palabras del profeta.)
Un grupo de infieles llegó un día a la mezquita.
Dijeron al profeta:
"¡Oh, tú, que eres generoso con todos! Venimos
a pedirte hospitalidad.
Nuestro viaje ha sido largo. ¡Ofrécenos la luz de tu
sabiduría!"
El profeta se dirigió entonces a la concurrencia:
"¡Oh, amigos míos! ¡Repartid a estos invitados
entre todos vosotros, pues mis atributos deben también ser los vuestros!"
Cada uno de los miembros que rodeaban al profeta se
encargó, pues, de un invitado. Sólo quedó uno, un hombre de gran
corpulencia. Nadie lo había invitado y permanecía en la mezquita como queda el
poso en un vaso de vino.
Fue, pues, el profeta quien se ocupó de él y lo
llevó a su morada. Pues bien, el profeta poseía siete cabras que le proporcionaban
leche. Tenían la costumbre de acercarse a la casa a la hora de las comidas para
ser ordeñadas. El infiel, sin vergüenza, absorbió la leche de las siete cabras,
así como todo lo que pudo encontrar como pan y otros alimentos. La familia del
profeta se entristeció mucho al ver así devorada la parte de todos. Este
hombre extraño, con vientre de timbal, había devorado la comida de dieciocho
personas. Cuando llegó la hora de acostarse, el hombre se retiró a su habitación.
Una sirvienta, encolerizada con él, lo encerró en ella.
A media noche, el infiel sintió un violento dolor de
vientre. Se precipitó hacia la puerta, pero ¡ay! la encontró cerrada, con un
cerrojo por fuera. Intentó como un loco abrirla, pero en vano. La presión que
habitaba en su vientre le hacía el espacio de la habitación cada vez más
estrecho. Como último recurso, volvió a acostarse. En sus sueños, se vio a sí
mismo en medio de las ruinas. En efecto, su corazón caía también en ruinas.
Esta sensación fue tan fuerte que rompió sus abluciones y ensució su cama.
Al despertar, casi se volvió loco de pesar al ver el
desastre. "La tierra entera, se decía, no bastaría para cubrir tal
vergüenza. Este sueño ha sido peor que una noche en vela. ¡Lo que como, por un
lado, lo hecho por otro para ensuciar! ¿En qué situación me he puesto?"
Como un hombre en el umbral de la tumba, esperó,
lamentándose, el amanecer y la apertura de la puerta. Era como una flecha en un
arco tenso, listo para huir corriendo de modo que nadie viese su estado. Por la
mañana, el profeta vino a abrirle la puerta y después se ocultó tras una
cortina por delicadeza. Aunque estaba al corriente del contratiempo de su
huésped, no quería mostrarlo, pues eran la sabiduría y la voluntad de Dios las
que habían puesto al hombre en aquella situación. Estaba en su destino conocer
semejante contratiempo. La animosidad puede engendrar la amistad y los
edificios acaban por caer en ruinas.
Un importuno trajo el lecho sucio al profeta y le
dijo:
"¡Mira lo que ha hecho tu invitado!"
El profeta respondió sonriendo:
"¡Tráeme una cántara de agua para que yo limpie
esto enseguida!
¡Oh, don de Dios! exclamaron entonces sus allegados,
¡que seamos sacrificados por ti...! A nosotros es a los que corresponde ocuparnos
de esto. ¡No te preocupes! Este trabajo está hecho para la mano y no para el
corazón.
Ponemos nuestra felicidad en ser tus servidores. Si
haces tú mismo el servicio, ¿cuál será nuestra utilidad?
-Comprendo, dijo el profeta, ¡pero hay en todo esto
una sabiduría oculta!"
Cada uno esperó, pues, la revelación de este
secreto. El profeta limpió el lecho de su huésped con un gran cuidado.
Pues bien, el infiel poseía una estatuilla heredada
de sus antepasados. En su camino, advirtió de repente que la había perdido.
Lleno de angustia, se dijo:
"Seguramente la he olvidado en mi
habitación." Le repugnaba volver al lugar de su vergüenza, pero la avidez
fue más fuerte y volvió sobre sus pasos. Llegado a la morada del profeta, vio
que éste estaba lavando con sus propias manos el lecho sucio. Inmediatamente,
olvidó su estatuilla y se lamentó amargamente. Se golpeó el rostro con las dos
manos y la cabeza contra la pared, hasta el punto de que su cara se cubrió de
sangre. El profeta quiso calmarlo, pero, alertada por sus gritos, acudió la
multitud. El hombre se prosternó ante el profeta diciendo:
"¡Oh, quintaesencia del universo! ¡Tú obedeces
las órdenes de Dios! ¡Yo, que no soy más que una ínfima parcela, expreso mi
vergüenza ante ti!"
A la vista de esta efusión, el profeta lo tomó en
sus brazos y lo calmó. Abrió los ojos de su alma.
Si no lloviera, no resplandecería la hierba. Si el
niño no llorase, no le darían leche. Se necesita el ojo que llora. No comas
excesivamente pues el pan, por su esencia, no hace sino aumentar la sed.
Emocionado por la ternura del profeta, el hombre se
despertó como si saliese de un largo sueño. El profeta le roció el rostro con
agua y dijo:
"Ven a mí para encontrar la verdad, porque
tienes mucho trecho que recorrer en este camino."