Eyaz, que era un hombre de corazón puro, había guardado sus babuchas y su manto en una habitación. La visitaba cada día y, como esas babuchas y ese manto constituían todo su haber, se decía:
"¡Vaya! ¡Mira
estas babuchas! ¡No tienes motivos para estar orgulloso!"
Pero unos celosos
lo calumniaron ante el sultán diciendo:
"Eyaz posee
una habitación en la que acumula oro y plata. ¡La puerta está bien cerrada y
nadie entra en ella más que él!
-Es extraño, dijo
el sultán. ¿Qué puede poseer que desee ocultar a mis ojos?
Tratemos de
aclarar el misterio sin que se dé cuenta de nada."
Llamó a uno de sus
emires y le dijo:
"A
medianoche, abrirás esta celda y tomarás todo lo que te parezca interesante.
Todo lo que hayas encontrado, muéstralo a tus amigos. ¿Cómo puede este avaro
pensar en acumular tesoros cuando yo soy tan generoso?"
A medianoche, el
emir se trasladó a la celda con tres de sus hombres. Se habían provisto de
linternas y se frotaban las manos diciendo:
"La orden del
sultán es generosa, pues así recuperaremos en beneficio nuestro todo lo que
encontremos."
De hecho, el
sultán no dudaba de su servidor, sino que deseaba sólo dar una lección a los
calumniadores. Sin embargo, su corazón temblaba y se decía:
"Si realmente
ha hecho tal cosa, es preciso que su vergüenza no sea pública pues, suceda lo
que suceda, lo tengo en gran estima. ¡Por otra parte, está por encima de este
tipo de calumnias!"
El que tiene malos
pensamientos compara a sus amigos con él. Los mentirosos compararon al profeta
con ellos. Y así fue como los calumniadores vinieron a tener malos pensamientos
sobre Eyaz.
El emir y sus hombres acabaron por forzar la puerta y penetraron en la habitación, ardiendo en deseos. ¡Ay! ¡No vieron allí más que el par de babuchas y el manto! Se dijeron:
"Es
inconcebible que esta habitación esté tan vacía. Esos objetos sólo están ahí
para desviar la atención."
Fueron a buscar
una pala y un pico y empezaron a excavar por todos lados.
Pero todos los
agujeros que excavaban les decían:
"Este lugar
está vacío. ¿Por qué, pues, lo abrís?"
Finalmente, rellenaron los agujeros, llenos de decepción, pues el pájaro de su deseo no había saciado su apetito. La puerta hundida y el suelo removido quedaban como testigos de la fractura. Regresaron, cubiertos de polvo, ante el sultán. Este, fingiendo ignorar su decepción, les dijo:
"¿Qué pasa?
¿Dónde están las bolsas de oro? Si las habéis dejado en algún sitio, ¿dónde
está entonces la alegría de vuestros rostros?"
Ellos le
respondieron:
"¡Oh, sultán
del universo! Si haces correr nuestra sangre, lo habremos merecido. Nos
entregamos a tu piedad y a tu perdón.
-No me corresponde
a mí perdonaros, replicó el sultán, sino más bien a Eyaz, pues habéis atacado
su dignidad. Esa herida está en su corazón. Aunque él y yo no seamos más que
una persona, esta calumnia no me afecta directamente.
¡Pues si un servidor comete un acto vergonzoso, su vergüenza no recae sobre el sultán!"
El sultán pidió,
pues, a Eyaz que juzgase él mismo a los culpables, diciendo:
"Aunque te
probase mil veces, nunca encontraría en tu casa el menor signo de traición.
¡Serían más bien las pruebas las que se avergonzarían ante ti!
-Todo lo que me
has dado te pertenece, respondió Eyaz. Mi peso es solamente este manto y este
par de babuchas. Por eso es por lo que dijo el profeta: "¡El que se
conoce, también conoce a su Dios! A ti te corresponde juzgar pues, ante el sol,
desaparecen las estrellas. ¡Si hubiese sabido prescindir de este manto y de
estas babuchas, estas calumnias no se habrían producido!"