Habitar la propia sombra.
Muchas
veces encontramos en nosotros mismos –en nuestra vida cotidiana, en nuestra
relación con los demás o en el ejercicio de la propia introspección- una serie
de imperfecciones que se van acumulando como esas diminutas suspensiones de
polvo que sólo se ven flotar cuando las atraviesa un rayo de luz.
Esas
realidades -que están en nosotros mismos y ejercen su propia influencia y que
no siempre vemos sino solamente cuando existe alguna luz interior que las
ilumina- es lo que la psicología y la espiritualidad llaman “la sombra”.
Reflexionar
acerca de nuestra “sombra” es otra manera de hablar de nosotros mismos. La
sombra que tenemos y que proyectamos es también la sombra que somos. No es algo
extraño y ajeno. No es algo exterior. Al contrario, es interior a nosotros
mismos y a nuestra conciencia.
En
la vida espiritual y en la madurez humana, el encuentro con uno mismo
-generalmente iniciando del proceso- comienza dialogando con la propia sombra.
La sombra es un pasadizo, una puerta estrecha, un espacio subterráneo y oculto,
un sótano oscuro. Al bajar a ese pozo hondo y húmedo, siempre se siente el
dolor y el esfuerzo del estrechamiento y angostamiento que implica cruzar esa
puerta y descender a ese túnel. Sin embargo, es absolutamente necesario
aprender a conocerse uno mismo. Por sorpresa, lo que se encuentra somos
nosotros mismos en uno de nuestros rostros menos conocidos o el que menos
queremos ver y reconocer: una vasta extensión de incertidumbres, con un sin
número de enigmas por resolver y muchas preguntas que se han quedado sin
contestar.
Cada
uno habita su propia sombra. Cada uno la tiene. Cada uno “es” una y muchas
sombras a la vez. Nuestro lado sombrío no siempre necesariamente es un “lado
oscuro”. La oscuridad y la sombra son diferentes. La oscuridad es negación de
luz. La sombra -en cambio- requiere de luz. Sin ella, la sombra no existe, no
puede marcar su contraste. Esto que sucede en el ámbito físico también acontece
en el plano psicológico y espiritual. La sombra sólo queda expuesta cuando
irrumpe la manifestación de la luz. Para que exista la percepción de la sombra
es siempre necesaria la exposición de la luz. Sin luz, no hay sombra.
Incluso para la fe, la oscuridad y la sombra son
distintas. La oscuridad es signo de mal, de pecado y de muerte. La sombra, en
cambio, mezcla de luminosidad y de opacidad, es signo sólo de imperfección. Es
el “otro lado” de las cosas, su reflejo velado y sin brillo. Sólo quien ha
descubierto la luz puede contemplar -en paz- su propia sombra. Hay que seguir
buscando dentro. Nada, ni nadie es perfecto. Todo tiene su mezcla de luz y
sombra, de sombra y luz. A veces es eso todo lo uno puede dar. Sólo basta encontrar
y cuidar esa pequeña luz de la vida. No hay que dejarla apagar, aunque esté
sostenida por la fragilidad del amor.
2. El umbral.
En
el plano psicológico, la sombra es una especie de umbral entre lo consciente y
lo inconsciente. Los contenidos de la sombra pueden ser positivos o negativos,
aunque siempre son ocultos, silenciados, reprimidos, rechazados o postergados.
En su mayor parte –psicológicamente hablando- la sombra está compuesta de
deseos, impulsos o motivaciones no permitidos, fantasías, resentimientos,
miedos y heridas. También entran en la sombra, los talentos, dones,
capacidades, potencialidades que han sido anulados, postergados o negados por
alguna razón. Uno a veces oculta dones y cualidades por vergüenza, prudencia,
pudor o recato. La sombra en su potencial positivo y en su capacidad de
crecimiento creativo y constructivo se llama “la Sombra Blanca”.
La
sombra son todos los aspectos ocultos o inconscientes, tanto positivos como
negativos que conscientemente se han reprimido o no se han reconocido,
cualidades y atributos desconocidos o poco trabajados. A menudo representan
nuestros impulsos más primitivos y elementales.
Los
contenidos de la sombra -si bien son reprimidos y negados- no por eso son
aniquilados. No desaparecen totalmente. Están ocultos y pueden ser registrados
a través de mecanismos de proyección cuando los percibimos en los otros, en los
que nos desagrada de los otros o nos resulta insoportable o censurable. El otro
es un espejo en el cual nos reflejamos.
El
encuentro con nuestra sombra genera siempre resistencias. Nos cuesta reconocer
su existencia. Nos sentimos amenazados por ella. Cuando la reconocemos,
crecemos en humildad, sinceridad, honestidad, autenticidad, modestia,
sencillez, veracidad y franqueza.
La
sombra asumida y aceptada nos capacita para relacionarnos con los demás de otra
manera. Comenzamos a ser más tolerantes y comprensivos, habiendo pasado por
nuestra propia imperfección y vulnerabilidad. Nuestra aceptación nos ayuda a la
aceptación de los demás.
El
viaje espiritual no consiste en llegar a nuevos destinos o transformarnos en lo
que no somos. Consiste en disipar la ignorancia sobre uno mismo y eso se logra,
en gran medida, enfrentándose a la propia sombra y a la multiplicidad de sus
rostros.
Podemos
entrar en el mundo de la sombra cuando nos detenemos en el contenido de
nuestros propios sueños nocturnos o cuando hacemos ejercicios conscientes de
imaginación activa, cuando “soñamos despiertos” o nos expresamos a través del
arte. Algunos desequilibrios o perturbaciones físicas, psicológicas o
espirituales, revelan el costado más insano y patológico de la sombra.
Es
necesario integrar la sombra y potenciarla saludablemente para el crecimiento.
La sombra es compleja y ambigua. Nos puede ayudar o desintegrar. Depende cómo
la “elaboremos”. Para integrarla, lo primero necesario es saber que existe.
Conocer que la tenemos y, por lo mismo, aceptarla.
La
sombra es la totalidad del inconsciente, aunque no forma parte de la imagen
consciente que tenemos de nosotros mismos. Se oculta en los umbrales del
inconsciente y actúa en forma indirecta, por eso debemos aprender a verla sólo
cuando aparece como “por detrás”. Hay que iniciar con ella un diálogo y un
contacto más fluido que nos permita conocerla y conocernos mejor. Es preciso
dialogar con la propia sombra. Hacernos amigo de ella. Reconciliarnos. No
alcanzamos la madurez fantaseando sobre la luz sino haciéndonos consciente de
la propia sombra. Hay que procurar el devenir consciente de la sombra. Todo lo
que no se hace consciente, se manifiesta en nuestras vidas como “destino”, algo
determinado, impuesto y fatal. Si se hace consciente, libremente lo podemos
asumir, intervenir, conducir, y moldear responsablemente.
Es
preciso que la sombra se convierta en nuestra amiga, que deje de ser una
enemiga hostil y se transforme en “nuestra hermana sombra”. Ella no es siempre
es una contrincante, ni una adversaria. En esta lucha de fuerzas, a veces hay
que resistir, otras veces hay que ceder.
La
sombra cumple también una función positiva. Genera impulsos de creatividad y
originalidad, nos pone en crisis que pueden ser regeneradoras. A veces -como en
el caso de Adán frente a la Serpiente, Jesús ante la tentación en el desierto,
Edipo ante la Efigie, o Sigfrido frente al Dragón- la Sombra cumple un papel
pedagógico: nos confronta con nuestros límites y alcances; nos enseña a través
de una experiencia; nos reta a crecer.
¿Vos
cómo te llevas con tu propia sombra?, ¿sois más propenso a ver su lado oscuro o
su lado luminoso, los aspectos negativos o los positivos?; ¿te asusta la sombra
de los demás?, ¿cómo vivís la sombra que ves en la noche del mundo?
3. La dimensión social de la sombra.
En
el marco social, la sombra –en su aspecto más oscuro- da forma a la
discriminación, la marginación y la violencia. Es también la causante de
muchísimos conflictos políticos, sociales y religiosos; la división y la
agitación están llenas de proyecciones de la sombra que apuntan hacia el
enemigo, el adversario, el traidor, el victimario, el que no piensa igual, el
distinto pretendiendo que los otros sean los culpables de todo. La sombra
siempre adopta una determinada configuración cultural. Cada pueblo elige
determinados contenidos sociales, tabúes o traumas colectivos para que vivan en
el espectro de sus propias sombras.
La
psicología emplea diversos mecanismos para el reconocimiento de la sombra: la
proyección, la negación, la represión, la somatización y la identificación. Es
preciso atravesar el desierto de la propia sombra si queremos integrarla en
nuestro crecimiento y madurez. Hay que reconocerla como propia, sabiendo que
todos poseemos una cierta ambigüedad. Todos tenemos dos polaridades que nos
enfrentan. Hay que armonizar esas oscilaciones y sus contrarios que batallan en
nosotros.
Percibir
la sombra es mirarse en el espejo que muestra los recovecos de nuestro
inconsciente. Es reconocer nuestro lado más vulnerable. Cuando la sombra no ha
sido integrada, origina una multitud de proyecciones. Ella es la causante de la
gran mayoría de los actos cotidianos de acusación de los defectos de los demás.
Fallas que -a menudo- nosotros mismos tenemos y que no nos gusta reconocer.
Es
preciso también aceptar un poco más la sombra ajena y querernos un poco más a
nosotros mismos tal cual somos. El amor así mismo integra la aceptación de la
propia sombra. Vivir con uno mismo requiere una serie de virtudes: paciencia,
amor, respeto, comprensión, tolerancia, prudencia, esperanza y humildad. La
asunción de la propia sombra supone –además- “no tomarse tan en serio”, no ser
tan formales y solemnes, no “creernos” tanto. Es preciso tener un sano sentido
del humor. Reírse un poco de sí y de las propias debilidades. Hay que lograr
que la sombra sea nuestra compañera.
Sin
el combate continuo con ella, la vida pierde su gimnasia. ¡Cuántas veces nos
cansamos de aburrirnos y nos aburrimos de cansados! Preocupados de vivir,
vivimos preocupándonos sin nunca ocuparnos. La sombra no es el espejo del
llanto. Ella también nos puede mostrar alguna belleza. Sólo nos hace falta luz
y ojos que puedan ver, aún en la oscuridad. Así entonces comprenderemos que
estamos en el juego del encuentro, en el baile de las luces y las sombras.
Muchos sueños despiertan desde el despojo de la sombra. Los sueños nos hacen
falta. No dañan. Hace fiestas en el corazón. Sólo se puede vivir de verdad, si
se puede cambiar. También para eso está la sombra.
4. El complejo de “Peter Pan”.
En
los sueños y pesadillas nos encontramos con una gran cantidad de imágenes que
expresan la sombra: la serpiente y el dragón, los monstruos y demonios, brujas
y brujos, Satán y Mefistófeles, el viaje nocturno por el mar y el camino por
oscuras plagadas de peligros, el palacio de los espejos y los fantasmas, la
obsesión de sentirnos perseguidos y amenazados, el reflejo de nuestra imagen
deformada en la fuente o en el pozo de agua, la visita a la casa abandonada, el
sótano o el castillo embrujado, el cementerio donde encontramos una tumba vacía
o un cadáver que tiene nuestro rostro, el descenso al mundo de los muertos, el
encuentro amenazante con el “doble”, igual a nosotros y distinto, etc.
En
la vida consciente la sombra aparece a través de sensaciones y sentimientos
como el temor, el miedo, la obsesión, la angustia, la ansiedad y la
perturbación.
La
contraposición entre lo luminoso y bueno -por un lado- y lo oscuro y malo –por
otro- se ha representado generalmente en el eterno conflicto entre el bien y el
mal, el héroe y el villano. Incluso hasta la misma religión muchas veces se ha
presentado antagónicamente así: Jesús representa el bien y su opositor, el
Diablo, el mal.
La
sombra nos ayude a ver que en la realidad –tanto objetiva como subjetivamente-
no existen las polaridades absolutas y extremas: lo “blanco” y lo “negro”, “lo
bueno” y “lo malo”, “lo santo” y “lo pecador” químicamente puro. La sombra es
una mezcla de luz y oscuridad. Es un “gris” con muchos matices.
El
mismo Jesús dice –nada menos que del Reino de Dios- que es como un campo en el
cual se ha sembrado tanto trigo como cizaña o una red que contiene peces buenos
y malos. El Reino de Dios tiene la composición de una extraña mixtura. El
corazón humano es así también: tiene esa polaridad, ambigüedad y dualidad. El
conflicto moral y existencial del bien y del mal se resuelve personal y
socialmente en la integración de la sombra, en esa conjunción de opuestos y
contrarios en los cuales los elementos positivos equilibran y compensan los
negativos.
Forma
parte del camino cristiano intentar ser un buen guía de la sombra. La redención
y la gracia integran la sombra y la debilidad, la fragilidad y la
vulnerabilidad. El camino espiritual comienza por ellas. El camino de la luz
empieza tomando conciencia de la presencia -siempre viva y actuante- de la
sombra. La propia y la ajena. Cuando la sombra es integrada pierde gran parte
de su oscuridad y se vuelve luminosa en una forma nueva.
Quien
no integra la propia sombra cae en lo que la psicología llama el “síndrome o
complejo de Peter Pan”. El cual siempre estaba luchando con su propia sombra y
su proyección. Quien quiera anular su sombra definitivamente, también se niega
a crecer. No puede ser consiente de aquello que requiere ser integrado en la
propia maduración.
El
trastorno de Peter Pan es una inmadurez emocional narcisista generalmente de
personas adultas que no quieren crecer y adoptan un comportamiento infantil. No
desean asumir responsabilidades ya que el modelo internalizado de su yo es el
de la infancia o la adolescencia. Asumen actitudes de rebeldía, cólera,
dependencia y negación del envejecimiento, entre otras cosas. En ocasiones -los
que padecen este síndrome- acaban siendo solitarios y con poca capacidad de
apertura afectiva sobre todo al mundo adulto.
En
la vida no hay que ser Peter Pan. Hay que tener, reconocer e integrar la propia
sombra. Sólo vemos nuestra propia sombra cuando nos acercamos a la luz de ese
Sol interior que es Dios. Los santos en la medida en que más se acercaban a
Dios, más humildemente cobraran conciencia del cúmulo de sus imperfecciones. A
mayor luz, mayor percepción de la sombra. Esto que ocurre como ley física es
también una ley espiritual. La ley del crecimiento, de la humildad y
integración.
Siempre
habrá alguna sombra. Siempre proyectamos alguna a los demás. Lo importante es
darnos cuenta, ser agradecidos y seguir transmutando la densidad de la sombra
en una radiante claridad. En la medida en que caminamos en el amor, todo
comienza a brillar a nuestro alrededor. El amor siempre es luz: ilumina, brilla
y nos hace brillar.
5. El laberinto de la propia sombra.
Hace
mucho tiempo, en una ciudad griega de la isla de Creta, un rey mandó construir
un intrincado laberinto para encerrar en su centro a una criatura monstruosa
llamada Minotauro. La construcción era enorme, algunos decían que resultaba
infinita. Sólo un héroe pudo resolver el enigma del laberinto, gracias al
ingenio de una mujer.
El
minotauro era un monstruo con cuerpo de hombre y cabeza de toro. Fue encerrado
en un laberinto hecho expresamente para retenerlo. Por muchos años, hombres y
mujeres eran llevados allí para ser sacrificados convirtiéndose en alimento
para la bestia. En una ocasión, un joven llamado Teseo se ofreció
voluntariamente como víctima, con la intención de matar al Minotauro y liberar
a la ciudad de su cruel destino. Con la ayuda de Adriadna, la hija del rey, que
se había enamorado de él, logro su propósito. Antes de internarse por las
sinuosidades del inmenso laberinto, Adriadna le ofreció a Teseo un ovillo de
hilo que le había dado el arquitecto del laberinto. Lo ató en la entrada y
siguiendo el hilo por los intrincados vericuetos del laberinto, Teseo pudo, efectivamente,
encontrar la salida.
Cada
uno de nosotros también tiene -en su propio interior- a un rey que construye un
laberinto para guardar toda su energía que, con el tiempo, y a fuerza de
luchar, se distorsiona, se malogra y va agigantando -cada vez más- su fuerza y
monstruosidad.
El
esfuerzo que nos demanda mantener y agrandar continuamente el vallado para
contener esa gigantesca sombra innombrable, consume casi la totalidad de la
energía disponible. Quizás, si toda la sombra fuese puesta a la luz,
dispondríamos de más energía para ser más auténticamente nosotros mismos.
Cada
uno es su laberinto y su propio monstruo. No podemos salir de nosotros mismos y
-aunque a veces nos sintamos atrapados y asfixiados- cada uno es también su
propio héroe liberador, el que llega al centro de su laberinto. Cada uno tiene
el acceso y la posibilidad de la salida. Todos tenemos el hilo de Ariadna en
nuestras manos, aunque no lo veamos. Los laberintos no poseen llave porque no
la necesitan.
El
laberinto es metáfora de nuestro interior: corazón de luz y sombra, hay un eco
que te nombra.
6. Sombra y máscara.
El
escritor y ensayista escocés Robert Louis Stevenson (1850 –1894) es autor de
algunas de las historias fantásticas y de aventuras más populares, como La isla
del tesoro y El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde. Muchas de sus
obras han sido llevadas varias veces al cine en el siglo XX. Una vez escribió
un poema para niños llamado “Mi Sombra” (My Shadow), en el que describe –desde
la mentalidad de un niño- la extraña y misteriosa figura que siempre nos
acompaña.
Mi sombra
Mi sombra no es muy
grande y va siempre conmigo,
¡qué hacer con ella,
yo nunca lo he sabido!
Es idéntica a mí,
mide lo mismo de alto,
y salta -junto a mí-
cuando en la cama salto.
Lo más raro que tiene
es que crece a su modo,
no como hacen los
niños, que es siempre de a poco.
A veces se estira,
como si fuera de goma,
y es tan pequeña -a
veces- que se esfuma y se borra.
No tiene noción de
cómo juega un niño.
Encuentra mil maneras
de ponerme en ridículo.
Se nota que es
cobarde porque a mí se me pega,
pero yo hago igual
que ella: ¡me pego a mi niñera!
Un día, muy temprano,
antes de verse el sol,
salí al jardín:
brillaba el rocío en cada flor.
Mi sombra vaga,
dormida y haragana,
no vino conmigo: se
quedó en la cama.
A
veces la propia sombra nos causa temor y para poder ser socialmente aceptados
nos ponemos diferentes “máscaras”. Nos armamos de un “personaje” que toma algo
de nosotros. Esos “maquillajes” y disfraces sociales que nos ponemos, nos hacen
cumplir un determinado rol o función y -a menudo- terminan siendo pesadas
armaduras y esclavitudes que nos autoimponemos para que nos aceptan o para
mostrar aquello que nos gustaría ser pero que, en realidad, no somos. La sombra
inventa caras y máscaras para resguardarse. A propósito, Gilbert Brensón
afirma:
“Cada
vez que me pongo una máscara para tapar mi realidad -fingiendo ser lo que no
soy- lo hago para atraer a la gente. Luego descubro que sólo atraigo a otros
enmascarados, alejando a los demás, debido al estorbo de la máscara.
Uso
la máscara para evitar que la gente vea mis debilidades; luego descubro que, al
no ver mi humanidad, los demás no me quieren por lo que soy sino por lo que
aparece.
Uso
la máscara para preservar mis amistades; luego descubro que, si pierdo un amigo
por haber sido auténtico, realmente no era amigo mío sino de la máscara.
Uso
la máscara para evitar ofender a alguien y ser diplomático; luego descubro que
aquello que más ofende a las personas con las que quiero intimidar es la
máscara.
Uso
la máscara, convencido de que es lo mejor que puedo hacer para ser amado. Luego
descubro la triste paradoja: lo que más deseo lograr con mis máscaras es
precisamente lo que impido con ellas”.
7. La sombra de Dios.
No
existiría la sombra si no existiera la luz. Existe la sombra como proyección
opaca de la luz en las formas de las cosas. La sombra alude a la ausencia del
color. La luz es la condición indispensable para la manifestación cromática,
para la revelación de los colores de las cosas. La luz es la fuente de la
belleza y la sustancia del color. Ella es la mayor sutileza que se encuentra en
la naturaleza visible y corpórea de las cosas creadas. La luz se relaciona con
el color y con el calor. Emana de una fuente de energía.
Color
y calor, esplendor y resplandor, brillo y fulgor, transparencia y diafanidad
son todas manifestaciones del universo de la luz.
La
Biblia nos dice que Dios mismo es Luz y que en Él no hay tiniebla alguna (Cf. 1
Jn 1,5) y que también nosotros debemos “caminar en la luz” (1,7) como “hijos de
la luz” (Flp 2,15), dando “frutos de luz” (Ef, 6, 19).
Jesús
dice de sí: “Yo soy la Luz del mundo quien me sigue no caminará en las
tinieblas” (Jn 8,12). El comienzo del Cuarto Evangelio nos habla de la lucha
original entre la luz y las tinieblas y nos recuerda que en la Palabra -que es
Dios- “estaba la vida y la vida era la luz de los hombres” (Jn 1, 4-6).
Si
bien Dios es el “Esteta” del color y del esplendor, Belleza luminosa y suprema,
Luz pura sin mezcla de tiniebla alguna; sin embargo, en nuestra vida espiritual
también descubrimos, muchas veces, la inmensa gravidez de la sombra de Dios en
nosotros.
El
misterio de Dios no posee tiniebla, pero sí tiene sombra. La sombra no tiene
que ver con la oscuridad de la tiniebla sino con esa combinación armoniosa que
se da entre la luz y la falta de luz.
Hay
tiempos espirituales en que Dios se nos revela como una “sombra” en nuestro
solitario desierto. Dios es una sombra entre las sombras que habitan el
recóndito hueco del alma. El lado sombrío de Dios recorre nuestro cielo. Cuando
la luz de Dios se nubla, aparece su sombra. Ella también es una revelación. No
todas las expresiones de Dios tienen que ser necesariamente luminosas. Hay
señales humildes, pequeñas, casi insignificantes y hasta deslucidas. Signos
precarios e indicaciones sombrías de Dios entre la bruma y la niebla.
Dios
se nos regala como una “Noche oscura del alma”. Su misterio no es sólo luz y
día. Es también sombra y noche. Son los dos lados del misterio de Dios,
necesarios para el alma. Así como el cielo tiene sol y luna, luz y sombra que
se alternan fraternal y continuamente en el tiempo de una jornada; de manera
similar, en el cielo del alma es necesario el sol y la luna, la luz y la
sombra, el Día resplandeciente y la Noche oscura.
La
sombra de Dios nos revela algunos secretos. Hay lecciones de la sabiduría de
Dios que sólo se imparten en la oscuridad, en la noche y en la sombra. En los
cielos más oscuros, brillan las estrellas más hermosas. Para contemplar mejor
esas luces, hay que mirar más en esa profunda oscuridad. Captar la sombra nos
enseña a descifrar la otra cara de las cosas.
Todos
tenemos un lado sombrío -que no necesariamente es la parte perversa- sino
sencillamente el lado más vulnerable, débil y frágil. El lado menos trabajado
que se sumerge y que emerge del inconsciente, el impulso ciego de los instintos
y el remolino caótico de las pulsiones.
Jesús
también conoció “el lado sombrío” de Dios. Ese costado penumbroso se manifestó
en el silencio de los cuarenta días de su ayuno en el desierto; en la agonía
del Getsemaní entre sudor de sangre y lágrimas y finalmente en el desamparo de
la Cruz, gustando el abandono de Dios hasta el final. La sombra silenciosa de
Dios lo cubrió hasta el último respiro, hasta el último desgarro, hasta el
último grito. Su muerte no fue una muerte en paz. Fue un clamor que le rompió
el alma y la garganta.
También
nosotros -en el encuentro con nuestra sombra- tenemos que descubrir la poderosa
sombra de Dios, esa Sombra que todo lo abarca. Cuando nuestra sombra se
encuentra con la de Dios, entonces es posible que el alma cegada y purificada
pueda estar capacitada para ver la incandescente e inextinguible luz.
Muerte
y Resurrección, luz y sombra son dimensiones del misterio de Dios y de la
Pascua de Jesús. Sólo el que pasa por la sombra podrá ver -con nitidez- la luz.
Hay que pedirle al Señor iluminado ese don que no se apaga, ni se eclipsa. Hay
que decirle simplemente: dame luz.
Tomado de: eduardocasas.blogspot.com