Un día un hombre se presentó ante Moisés y le dijo:
"¡Oh, Moisés! enséñame el lenguaje de los
animales. Pues mi fe, con este conocimiento, no puede sino aumentar. En efecto,
hay ciertamente lecciones que aprender en las conversaciones de los animales.
Los hombres, por su parte, no hablan más que de agua y de pan."
Moisés le respondió:
"¡Vete! No te ocupes de eso. Hay mucho peligro
en esa empresa. Si deseas adquirir la sabiduría, pídela a Dios, ¡pero no a
palabras, a libros o a labios!"
El deseo del joven no hizo sino aumentar con esta
negativa, pues una aspiración que encuentra un obstáculo se convierte en deseo.
El joven, pues, insistió:
"No te opongas a mi aspiración, eso sería
indigno de ti. Tú eres el profeta y sabes que una negativa por tu parte me
hundiría en la mayor de las tristezas."
Moisés se dirigió entonces a Dios:
"¡Oh, Dios mío! ¡Este ingenuo ha caído en manos
de Satanás! ¡Si le enseño lo que desea, corre a su perdición y si me niego,
quedará lleno de rencor!"
Dios respondió entonces a Moisés:
"¡Oh, Moisés! ¡Haz lo que te pide, pues yo no
podría dejar una plegaria sin respuesta!
-¡Oh, Señor! ¡Se arrepentirá amargamente, que no
todos pueden soportar
tal saber!
-¡Acepta su petición! dijo Dios, o, al menos,
responde parcialmente a ella."
Moisés se dirigió entonces al joven:
"Te arriesgas a perder tu honor con tal deseo.
Harías mejor renunciando, pues Satanás es el que, con su astucia, te inspira
esa tentación. ¡Llénate más bien del temor de Dios!"
El joven le suplicó:
"¡Enséñame al menos el lenguaje de mi perro y
de mi gallo!"
Moisés le respondió:
"Eso es posible. Podrás entender el lenguaje de
esas dos especies."
Volvió, entonces, el joven a su casa y esperó el
amanecer en el umbral de su casa para verificar su nuevo saber. Muy temprano,
su criada se puso a limpiar la mesa e hizo caer al suelo algunos trozos de pan.
El gallo, que pasaba por allí, se los comió. En aquel instante, acudió el perro y
le dijo:
"Lo que haces es injusto. Tú te alimentas de
semillas, pero para mí, eso es imposible. ¡Habrías tenido que dejarme esos trozos
de pan!
- ¡No te preocupes! respondió el gallo, pues Dios ha
previsto otros favores para ti. Mañana, el caballo de nuestro amo va a morir y
tú y tus compadres podréis saciaros. ¡Será un alborozo sin límites para
vosotros!"
Al oír estas palabras, el joven quedó muy
sorprendido y llevó su caballo al mercado para venderlo.
Al día siguiente el gallo se apoderó de nuevo de los
restos de la comida de su amo antes que el perro. Este se puso a renegar:
"¡Oh, traidor! ¡Oh, mentiroso! ¿Dónde está ese
caballo cuya muerte me anunciabas?"
El gallo replicó sin alterarse:
"Pero el caballo ha muerto realmente. Nuestro
amo, al venderlo, ha evitado desde luego perderlo, pero era retroceder para
saltar mejor, pues mañana, es su mula la que va a morir y tendréis más que suficiente
para saciaros."
El joven, presa del demonio de la avaricia, fue a
vender su mula al mercado, creyendo evitar así esta pérdida. Pero al tercer
día, el perro dijo al gallo:
"¡Oh, tramposo! ¡Eres, con toda seguridad, el
sultán de los embusteros!"
El gallo respondió: "El amo ha vendido su mula,
pero no te inquietes pues, mañana, es su
esclavo el que va a morir. Y, como de costumbre,
distribuirá pan a los pobres y a los perros."
Habiendo oído estas palabras, el joven fue a vender
a su esclavo diciendo:
"¡He evitado tres catástrofes!"
Pero, al día siguiente, el perro se puso de nuevo a
recriminar al gallo tratándolo de mentiroso. Este respondió entonces:
"¡No, no! te equivocas. Ni yo ni ningún gallo
mentimos nunca. Somos como los almuédanos. Siempre decimos la verdad. Nuestro
trabajo consiste en acechar el sol y, aunque estemos encerrados, sentimos su
llegada en nuestro corazón. ¡Si nos equivocamos, nos cortan la cabeza!"
"Ya ves, prosiguió el gallo, la persona que ha
comprado al esclavo de nuestro amo ha hecho un mal negocio, pues este esclavo
ha muerto ya. Pero mañana, toca el turno de morir a nuestro amo y sus herederos
se alegrarán tanto que sacrificarán la vaca. Te lo digo: mañana será un día de
abundancia para todos. Tú quedarás satisfecho más allá de tus deseos. Nuestro
amo, dominado por la avaricia, se ha negado a perder cualquier cosa. Sus bienes
han crecido,
pero él va a perder la vida con ello."
Cuando hubo oído esto, el joven, temblando de miedo,
se precipitó a casa de Moisés y le dijo:
"¡Moisés, ayúdame!"
Moisés respondió:
"¡Tienes que sacrificarte tú mismo si quieres
salvarte, pues has trasladado tus contrariedades sobre los hombros de los
fieles para llenar mejor tu bolsa!"
A estas palabras, el hombre se puso a llorar:
"¡No te muestres tan severo! No me tires de las
orejas. Es verdad que he cometido un acto indigno. ¡Responde a mi indignidad
con un nuevo favor!
-La flecha ha dejado el arco, dijo Moisés y no
podría dar media vuelta. Pero rogaré a Dios para que te conceda la fe, pues, para
quien tiene la fe, la vida es eterna."
En aquel mismo instante, el joven sufrió una
indisposición cardíaca y cuatro personas lo llevaron a su casa. Cuando llegó el
alba, Moisés se puso a rezar:
"¡Oh, Señor! No le quites la vida antes de que
haya adquirido la fe. Se ha conducido mal. Ha cometido muchos errores, pero
perdónalo. ¿No había yo dicho que este saber no le convenía? Ningún ave
puede sumergirse en el mar si no es un ave marina. Él se ha sumergido sin ser ave
marina. ¡Ayúdale, que se ahoga!".
Dios respondió:
"Ya lo he perdonado y le ofrezco la fe. Si tú
quieres, puedo también darle la vida, pues por ti, yo resucitaría a los
muertos. - ¡Oh, Señor! dijo Moisés, aquí está el mundo de los muertos. El más
allá es el mundo de la vida eterna. ¡Es, pues, inútil que lo resucites
temporalmente!"