Cuando Mbawa despertó, estaba emocionado, su corazón no paraba de latir aceleradamente. Por fin había llegado a los 12 años y ése era el gran día: el día en que dejaría de ser niño y se convertiría en hombre. Se vistió con las pieles nuevas que su mamá había cortado y cosido para él, respiró profundo y a la salida de la choza se encontró con su madre.
Había algo distinto en su mirada, una mezcla de tristeza y orgullo se podía percibir en esa mujer que le había dado la vida, que lo había parido y criado. Se paró frente a ella y con actitud de guerrero le dijo ¡Gracias madre, estoy listo! Ella con los ojos húmedos de alegría contestó: hoy es tu gran día, ¡guerrero! Conviértete en hombre, haz una familia y no olvides en tu corazón a esta vieja.
Mbawa colocó su frente en la de su madre. Sabía que esta era la despedida, ahí se quedaba el niño, no volvería a ver a su madre, al menos no de esa manera. Respiró profundo e inhaló todos los recuerdos de la infancia. Todo eso es mío; pensó.
Afuera estaban los hombres esperándolo, grandes guerreros respetados por toda la tribu. al frente de ellos se hallaba su padre, con la piel pintada de ceremonia y en la mirada el orgullo de dar la bienvenida a otro hombre del clan, en este caso, su hijo. Caminó hacia ellos sintiendo que algo nuevo nacía dentro de él, volteó a ver a su madre por última vez y ella descubrió con orgullo lo inevitable: aquél ya no era un niño.
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