"padecemos sin cesar pobreza y necesidad. La pena es nuestro
legado,
mientras que el placer es el de los demás. No tenemos agua, sino
sólo lágrimas.
La luz del sol es nuestro único vestido y el cielo nos sirve de
edredón. A veces
llego a tomar la luna llena por un trozo de pan. Incluso los
pobres se avergüenzan ante nuestra pobreza. Cuando tenemos invitados, siento
deseos de robarles sus vestidos mientras duermen."
Su marido le respondió:
"¿Hasta cuándo vas a seguir quejándote? Ya ha pasado más de
la mitad de
tu vida. La gente sensata no se preocupa de la necesidad ni de la
riqueza, pues
ambas pasan como el río. En este universo, hay muchas criaturas
que viven sin
preocuparse por su subsistencia. El mosquito, como el elefante,
forma parte de la familia de Dios. Todo eso no es más que preocupación inútil.
Eres mi mujer y
una pareja debe estar conjuntada. Puesto que yo estoy satisfecho,
¿por qué estás tú tan quejosa?"
La mujer se puso a gritar:
"¡Oh, tú, que pretendes ser honrado! Tus idioteces ya no me
impresionan.
No eres más que pretensión. ¿Vas a seguir mucho tiempo
profiriendo tales
insensateces? Mírate: la pretensión es algo feo, pero en un pobre
es aún peor. Tu casa parece una tela de araña. Mientras sigas cazando mosquitos
en la tela de tu pobreza, nunca serás admitido cerca del sultán y de los
beyes."
El hombre replicó:
"Los bienes son como un sombrero en la cabeza. Sólo los
calvos lo
necesitan. ¡Pero los que tienen un hermoso pelo rizado pueden muy
bien
prescindir de él!"
Viendo que su marido se encolerizaba, la mujer se puso a llorar,
pues las
lágrimas son las mejores redes femeninas. Empezó a hablarle con
modestia:
"Yo no soy tu mujer; no soy más que la tierra bajo tus pies.
Todo lo que
tengo, es decir, mi alma y mi cuerpo, todo te pertenece. Si he
perdido la
paciencia sobre nuestra pobreza, si me lamento, no creas que es
por mí. ¡Es por ti!”
Aunque, aparentemente, los hombres vencen a las mujeres, en
realidad,
son ellos, sin duda alguna, los vencidos. Es como con el agua y
el fuego, pues el fuego acaba siempre por evaporar el agua."
Al oír estas palabras, el marido se excusó ante su mujer y dijo:
"Renuncio a contradecirte. Dime qué quieres."
La mujer le dijo:
"Acaba de amanecer un nuevo sol. Es el califa de la ciudad
de Bagdad.
Gracias a él, esta ciudad se ha convertido en un lugar
primaveral. Si llegaras
hasta él, es posible que, también tú, te convirtieras en
sultán."
El beduino exclamó:
"pero ¿con qué pretexto podría yo presentarme ante el
califa? ¡No puede
hacerse una obra de arte sin herramientas!"
Su mujer le dijo:
"Sabe que las herramientas son signo de presunción. En esto,
sólo necesitas
tu modestia."
El beduino dijo:
"Necesito algo para atestiguar mi pobreza, pues las palabras
no bastan."
La mujer:
"Aquí tienes una cántara llena con agua del pozo. Es todo
nuestro tesoro.
Tómala y ve a ofrecerla al sultán, y dile que no posees otra
cosa. Dile, además
que puede recibir muchos regalos, pero que esta agua, por su
pureza, le
reconfortará el alma."
El beduino quedó seducido por esta idea:
"¡Un regalo así, ningún otro puede ofrecerlo!"
Su mujer que no conocía la ciudad ignoraba que el Tíber pasaba
ante el
palacio del sultán. El beduino dijo a su mujer:
"¡Tapa esta cántara para que el sultán rompa su ayuno con
esta agua!"
Y acompañado por las plegarias de su mujer, el hombre llegó sano
y salvo a
la ciudad del califa. Vio a muchos indigentes que recibían los
favores del sultán.
Se presentó en el palacio. Los servidores del sultán le
preguntaron si había
tenido un buen viaje y el beduino explicó que era muy pobre y que
había hecho
aquel viaje con la esperanza de obtener los favores del sultán.
Lo admitieron,
pues, en la corte del califa y llevó la cántara ante este último.
Cuando lo hubo escuchado, el califa ordenó que llenasen de oro su
cántara.
Hizo que le entregaran preciosos vestidos. Después pidió a un
servidor suyo que lo condujese a la orilla del Tíber y lo embarcase en un
navío.
"Este hombre, dijo, ha viajado por la ruta del desierto. Por
el río, el camino
de vuelta será más corto."
Pues, aun cuando poseía un océano, el sultán aceptó unas gotas de
agua
para transformarlas en oro.
El que advierte un arroyuelo del océano de la verdad, debe
primero romper
su cántara.