En un magnifico reino vivía un hermoso e
inquieto príncipe, quien era mimado y adorado por su Padre. El joven vivía rodeado
de riquezas y cuidados, pero su corazón latía por ansias de nuevas emociones.
Continuamente, subía a la torre del castillo y miraba el horizonte, soñando con
grandes aventuras en tierras lejanas.
Un día decidió partir a conocer el mundo. Su
Padre, que por, sobre todo, lo amaba, no se opuso, pero le exigió dos cosas: llevaría
en su pecho una medalla, con el sello de su estirpe, símbolo de su promesa de
regresar al Hogar; y debía partir acompañado de un leal sirviente quien lo
cuidaría y ayudaría, cada vez que fuese necesario.
El príncipe vestido de sencillas ropas y con
lo necesario para el viaje, partió feliz y emocionado a su gran aventura.
No llevaban rumbo fijo, sólo el deseo de
conocer y experimentar los guiaba. La emoción del príncipe no podía ser mayor,
hermosos paisajes y exóticos animales aparecían por doquier, deleitándolos a
cada paso con algo nuevo.
Mientras caminaban a paso seguro y con ancha
sonrisa dibujada en el rostro, el príncipe entonaba canciones con su hermosa
voz angelical y el sirviente recogía frutos, con los cuales se alimentaban.
A medida que se alejaban del reino, poco a
poco la comida comenzó a escasear, ya no había frutos que recoger, pero el sirviente
sabía buscar raíces comestibles y cazar pequeños animales que les servían de
alimento.
Una noche, cuando dormían plácidamente en
torno a la hoguera que juntos habían encendido, un grupo de forajidos los
asaltó quitándoles las pocas posesiones que tenían.
Malheridos y asustados, decidieron volver al
Castillo, pero pronto se dieron cuenta que ya no recordaban el camino de regreso.
En las malas condiciones que se encontraban,
vacilantes, intentaron llegar a algún lugar. El príncipe parecía no hacer nada
útil, por lo cual el sirviente comenzó a andar cada día más malhumorado.
Luego de mucho deambular, llegaron a un
hermoso valle con un pequeño poblado, el sirviente consiguió techo y alimento para
ambos, a cambio de trabajo. Al poco tiempo, su esfuerzo y tesón fue premiado y
pudo arrendar un pedazo de tierra y construir una pequeña vivienda.
El príncipe, enfermo de nostalgia por su
Padre, de tanto en tanto le cantaba hermosas canciones con su voz de ángel, con
la esperanza que el sirviente se decidiera a regresar,
pero su amigo estaba siempre tan ocupado que
parecía no escucharlo.
El fiel sirviente, temeroso del castigo que el
Rey pudiera darle por haber olvidado el camino de retorno y, muy orgulloso por
sus logros, poco a poco comenzó a
transformarse en un pequeño tirano y desechó
toda posibilidad de regresar. Cada vez que el príncipe le pedía que intentaran
volver a casa, él decía que eso era imposible
y trataba de convencerlo que no serían bien
recibidos por el Rey.
Habiendo ya pasado mucho tiempo desde su
partida del castillo, un día en que estaban bañándose en un río, el príncipe
perdió el equilibrio y fue arrastrado por las
tormentosas aguas, el fiel sirviente corrió
por la orilla y saltó al agua para salvar a su amado.
Con mucho esfuerzo lograron salir, tosiendo y
tiritando de miedo se abrazaron agradecidos de estar vivos.
Al incorporarse, del pecho del príncipe asomó resplandeciente,
la olvidada medalla que el Rey le había regalado antes de partir. El príncipe
lloró de nostalgia, recordó el amor de su Padre y la tibieza de su Hogar. Añoró
las hermosas veladas en que cantaba con su voz de ángel, la suavidad de las
finas ropas con que se cubría y, sobre todo,
recordó su promesa de regresar.
El sirviente intentó convencerlo de que no
volvieran, le dijo que allí estaban bien, que él seguiría trabajando y cuidando
que no les faltara nada. Incluso le prometió que escucharía sus cantos.
Pero el príncipe, que había recordado quien
era y su promesa de volver, inició el retorno, sin escuchar los argumentos de
su amigo. Al verlo tan decidido, el leal sirviente, presuroso abandonó todo y
lo acompañó.
Poco a poco se dieron cuenta que disponían de
muchas señales que mostraban el camino a casa. Apenas empezaron a andar, cuando
comenzaron a cruzarse con
otros viajeros, quienes cariñosamente los
alimentaban y les indicaban hacia dónde seguir.
La lealtad del sirviente pudo más que su
orgullo y su absurdo temor al castigo. Caminó a la par de su amo, quien a medida
que avanzaba, volvió a cantar como un ángel y a
recuperar su alegría y prestancia.
De pronto ante sus maravillados ojos, a lo
lejos, en lo alto de una montaña, se perfiló la silueta del grandioso castillo…ambos
sonrieron y se abrazaron emocionados…
¡por fin habían vuelto a CASA!
Conversaciones con mi Ser Superior – Jascha