Había un hombre creyente que vivía en Gazna. Su nombre era
Serrezi, pero lo llamaban Mohammed. No rompía su ayuno sino ya caída la noche,
comiendounos pámpanos. Este modo de vida duraba para él desde hacía siete
años sin que nadie estuviese al corriente. Este hombre despierto conocía muchas
cosas extrañas, pero su fin era ver el rostro de Dios. Cuando se sintió
satisfecho de su alma y de su cuerpo, subió a la cima de la montaña y se
dirigió a Dios:
"¡Oh, Dios mío!, muéstrame la belleza de tu rostro y me
lanzaré al vacío."
Dios respondió:
"Aún no ha llegado el momento. Y si caes de la montaña, tu
fuerza no te bastará para morir."
Entonces, lleno de melancolía, el hombre se arrojó al vacío. Pero
cayó en un lago muy profundo y así se salvó. Siempre dominado por el deseo de
morir, se puso a lamentarse. Le daba igual la vida que la muerte. Toda la
creación se le aparecía como en desorden y el versículo del Corán que dice:
"La vida existe incluso en la muerte" volvía constantemente a sus labios y a
su corazón.
Más allá de lo aparente y de lo oculto, oyó una voz que le decía:
"¡Deja el prado y vuelve a la ciudad!
- ¡Oh, Dios mío! dijo el hombre. ¡Tú que conoces todos los
secretos! ¿De qué va a servirme ir a la ciudad?
-Ve allá a mendigar para mortificarte. Recoge dinero entre los
ricos y distribúyelo entre los pobres.
- ¡Te he oído, dijo Serrezi, y te obedeceré!"
Provisto así de esta orden divina, se volvió a la ciudad y Gazna
quedó llena de su luz. El pueblo acudió a su encuentro, pero él, para evitar la
multitud, tomó un camino apartado. Los ricos de la ciudad, que se alegraban de
su regreso, habían preparado un palacete que pensaban poner a su disposición.
Pero él les dijo:
"No creáis que he vuelto para exhibirme. ¡No! He vuelto para
mendigar. Mi propósito no es extenderme en vanas palabras. Visitaré las casas
con un cesto en la mano, pues Dios lo ha querido así y yo soy su servidor.
Mendigaré, pues, y formaré parte de los mendigos más desfavorecidos, para quedar
envilecido y que todos me insulten. ¿Cómo podría yo desear honores cuando Dios
quiere mi degradación?"
Y, con su cesto en la mano, dijo, además:
"¡Dadme algo, por la gracia de Dios!"
Su secreto consistía en invocar la gracia de Dios, aunque su
puesto estuviese muy alto en el cielo. Así lo hicieron todos los profetas.
Serrezi visitó, pues, todas las moradas de la ciudad para pedir limosna cuando
las puertas del cielo estaban abiertas para él. Fue en cuatro ocasiones a casa
de un emir para mendigar. A la cuarta vez, el emir le dijo:
"¡Oh, ser inmundo! No me tomes por un avaro, pero escúchame
bien: ¡qué desvergüenza la tuya! ¡Nada menos que cuatro visitas a mi
domicilio! ¿Existe un mendigo peor que tú? Deshonras incluso a los pobres. Y
ningún infiel ha dado nunca pruebas de tanto egoísmo."
Serrezi replicó:
"¡Cállate, oh emir! No hago sino cumplir mi tarea. Ignoras
todo sobre el fuego que me devora. No sobrepases los límites. Si realmente
experimentara el deseo del pan, sería el primero en abrirme el vientre. Pues,
durante siete años, no he comido más que pámpanos. ¡Mi cuerpo había terminado por
ponerse completamente verde!"
Con estas palabras, se puso a llorar y las lágrimas inundaron su
cara. Su fe conmovió el corazón del emir. Pues la fidelidad de los que aman
conmovería incluso a una piedra. No es extraño, pues, que pueda conmover a
un corazón sensible. Los dos hombres se pusieron a llorar juntos y el emir
dijo:
"¡Oh, sheij! ¡Ven! ¡Toma mi tesoro! Sé que mereces cien
veces más. Mi casa es tuya. Toma lo que quieras."
Pero Serrezi respondió:
"Eso no es lo que se me ha pedido. ¡No puedo tomar nada con
mis propias manos ni penetrar en las moradas por iniciativa mía!"
Y se marchó. El ofrecimiento del emir era sincero, pero poco le
importaba, pues Dios le había dicho:
"Mendigarás como un pobre."
Siguió mendigando así durante dos años; después Dios le dijo:
"¡Desde ahora darás! No pidas ya nada a nadie, pues lo que
des procederá del universo oculto. Si un pobre te pide caridad, mete la mano
bajo tu estera de paja y dispensa los tesoros del Misericordioso. En tu mano la
tierra se convertirá en oro. Cualquier cosa que se te pida, dala, pues nuestro
favor por ti es grande y es inagotable. Socorre a los cargados de deudas y
fertiliza la tierra como la lluvia."
Durante un año, Serrezi así lo hizo. Distribuyó por el mundo el
oro de los favores divinos. La tierra se convirtió en oro en sus manos y los
más ricos eran pobres comparados con él. Antes de que un pobre le pidiese lo que
necesitaba, lo adivinaba y lo socorría. Le preguntaron:
"¿De dónde te viene esa presciencia?"
Respondió:
"Mi corazón está vacío. No siente ya necesidades. No tengo
otro cuidado que el amor de Dios. He barrido todas las cosas de mi corazón,
sean buenas o malas. Mi corazón está lleno ya del amor de Dios."
Cuando ves un reflejo en el agua, este reflejo representa una
cosa que se encuentra fuera del agua. Pero para que haya un reflejo, el agua
debe ser pura.
Necesitas, pues, limpiar el arroyo del cuerpo si quieres ver el
reflejo de los rostros.