El hijo del Rajá le mostró el montón de simiente de mostaza y replicó:
- ¿Cómo puedo extraer en un día todo
el aceite que contiene esta semilla?
Sin embargo, tengo que hacerlo antes de mañana, o seré decapitado por orden del Rajá de este país.
- No te preocupes -contestó alegremente la reina de las hormigas. - Ve a tu lecho y descansa. Mientras tanto, entre mis súbditos y yo, haremos ese trabajo.
Confiado en aquella palabra, el príncipe fue a acostarse, y efectivamente, los pequeños insectos extrajeron todo el aceite.
Al otro día, el príncipe se trasladó al palacio del Rajá y le presentó el resultado de la laboriosidad de las hormigas. Pero el soberano movió la cabeza y dijo:
- Aún no puedes casarte con mi hija. Es necesario que antes luches con mis dos demonios y los mates.
Años atrás, el Rajá había logrado cazar en una trampa a dos terribles demonios. No supo qué hacer con ellos, y como temía soltarlos, los encerró en una jaula, esperando que algún día se presentase un hombre lo bastante fuerte para matarlos.
Hasta entonces ninguno de los príncipes que intentaron vencerlos lo consiguió, y el Rajá empezaba a temer que, aquellos demonios, se convirtieran en una carga eterna.
Cuando el joven vio a los dos
terribles demonios, se dijo:
- ¿Cómo podré vencer a dos seres tan espantosos?
En aquel momento recordó a sus dos amigos los tigres, quienes inmediatamente aparecieron ante él.
- ¿Qué te
ocurre? -le preguntó el tigre.
- El Rajá de este país me ha ordenado que luche contra sus dos demonios y los mate. ¿Cómo podré hacer semejante cosa?
- No te apures -contestó la hembra. -
Nosotros los mataremos.
En efecto, los dos tigres vencieron en pocos momentos a los demonios, y el Rajá se sintió mucho más tranquilo al verse libre para siempre de la amenaza de los dos demonios.
- Está muy bien -dijo felicitando al príncipe. Mas, para conseguir a mi hija, debes hacer aún otra cosa. En lo alto del cielo tengo un enorme tambor. Es necesario que llegues hasta él y lo hagas sonar. Si no lo consigues, ya sabes lo que te espera.
El joven príncipe recordó enseguida su lecho, y sin perder un minuto, corrió a casa de la anciana que le hospedaba, y sentándose en la cama, ordenó:
- Cama, llévame hasta el tambor del
Rajá.
El lecho obedeció en seguida, y a los
pocos minutos el príncipe hacía sonar el enorme instrumento.
A pesar de haber oído el Rajá las notas del tambor, no quiso entregar su hija al joven, diciéndole que aún quedaba una última prueba.
- ¿Cuál? -preguntó el joven.
El soberano le cogió de la mano y acompañándole al jardín del palacio, le mostró un grueso tronco, diciéndole:
- Mañana por la mañana deberás partir este tronco con esta hacha de cera.
Esta vez el príncipe quedándose muy triste. No veía solución posible al nuevo problema, pues estaban ya agotados todos sus recursos. Convencido de que al día siguiente iba a ser decapitado, quiso despedirse de la princesa Labam, y por ello, trasladándose a sus habitaciones montado en su lecho volador.
- Vengo a despedirme de ti, hermosa princesa dijo. - Mañana tu padre hará rodar mi cabeza por el suelo.
- ¿Por qué?
- Me ha ordenado que parta un árbol
muy grueso con un hacha de cera.
¿Cómo podré hacer semejante cosa?
- No te preocupes -replicó la princesa, que habiéndose enamorado del joven no quería dejar de ser su esposa. - Toma este cabello mío y colócalo extendido sobre el filo del hacha. Mañana, cuando nadie te oiga, ordena al árbol: "Déjate cortar por este cabello; te lo manda la princesa Labam".
Al otro día, el hijo del Rajá siguió
las instrucciones de la princesa, y en
Maravillado por todos aquellos
prodigios, el Rajá cedió al fin, diciendo:
- Has ganado a
mi hija, y puedes casarte con ella.
Al casamiento de los dos príncipes acudieron todos los Rajás de los alrededores, y los festejos duraron varias semanas. Cuando se terminaron, el príncipe dijo a su esposa:
- ¿Quieres que vayamos al país de mi
padre?
La princesa Labam aceptó complacida y al poco tiempo los dos esposos partieron hacia los dominios del Rajá.
El padre de la princesa Labam les
regaló una enorme cantidad de camellos y caballos cargados de rupias y objetos
de oro. También les dio una escolta de numerosos criados que los acompañaron
con gran pompa hasta la capital del vecino reino, donde, de allí en adelante,
vivieron.
El príncipe conservó siempre su cama voladora, el tazón, la bolsa, el palo y la cuerda; sólo que esto último, como vivió siempre en paz, no tuvo que emplearlo nunca.