No
se debe pensar sólo que cada día que pasa abrevia la vida y que, por consiguiente,
la parte que nos resta por vivir es más corta; no, es preciso pensar que si se
llega a una edad madura (si bien no es más segura), no es probable que se
conserve la misma claridad para los negocios y para entregarse a un detenido
estudio de las cosas divinas y humanas. Verdad es que cuando un hombre cae en
la infancia no por eso deja de respirar, de nutrirse, de emitir ideas, de
expresar sus deseos y de llevar a cabo tal o cual función por el estilo; pero
la facultad de disponer de sí mismo, de darse cuenta exacta de todos sus
deberes, de analizar sus ideas, de saber si ha llegado la hora de terminar sus
días y, en fin, de examinar cuerdamente todas las cuestiones que lleva consigo
el ejercicio de la razón, esta facultad, vuelvo a decir, se extingue en él
mucho antes que las anteriores. Es preciso, pues, aprovechar el tiempo, y ello
no solo porque cada instante es un paso más que damos hacia la muerte, sino por
el hecho de que antes de morir perdemos la capacidad de concebir las cosas y de
prestarles la atención que merecen.
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