Es
necesario tener en cuenta verdades como las siguientes: todo lo que resulta de
las obras de la Naturaleza, aun las cosas accesorias, tiene su gracia y su
atractivo. Examinemos el pan, por ejemplo: al cocerse se producen algunas
grietas; y estas grietas, que por un lado causan el disgusto sin duda del
panadero, celoso de su arte, no dejan de dar al pan un aspecto agradable y de
excitar el apetito de un modo especial. El higo, asimismo, se agrieta cuando
llega a su plena madurez, y las aceitunas bien maduras, las que quedan en el
árbol casi podridas, conservan un atractivo particular. Igualmente, la inclinación
de las espigas hacia la tierra, las arrugas que surcan la frente del león, la baba
que cae del hocico de los jabalíes y otra multitud de cosas, consideradas
aisladamente, carecen del menor encanto; y, sin embargo, como partes
integrantes que son de las obras de la Naturaleza, la embellecen y agregan
todavía un nuevo atractivo.
Así
pues, todo individuo que tenga un alma sensible y una inteligencia capaz de discernir
con claridad no verá en todo lo que existe en el mundo nada desagradable desde
el momento que se halla ligado de algún modo al conjunto de las cosas. Este hombre
no verá con menor placer las fauces desmesuradas de las fieras que las imágenes
que de ellas hacen el pintor o escultor. Hasta en una mujer anciana o en un viejo,
su ojo experto verá la madurez, el ocaso de la vida; y sus miradas no estarán impregnadas
de lascivia al mirar los encantos de la juventud. Otro tanto podría decirse de
muchos casos semejantes que únicamente el hombre verdaderamente familiarizado con
la Naturaleza y sus obras es capaz de apreciar.
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