No
hay nada tan digno de compasión como el hombre que va de izquierda a derecha,
que escudriña, como dice el poeta, hasta las entrañas de la tierra y que
intenta adivinar lo que sucede en los demás sin darse cuenta de que sería
suficiente para su felicidad ser constante con el alma que reside en sí mismo
si le consagrara sincera devoción.
Esta devoción consiste en preservar a su alma de las pasiones, de la irreflexión,
de toda la vanidad y la impaciencia para todo lo que proviene de los dioses y de
los hombres, porque lo que proviene de los dioses es respetable, por su virtud
y supremacía, y lo que proviene de los hombres lo es también y debe sernos
querido, puesto que son hermanos nuestros. Algunas veces, no
obstante, debemos tener cierta compasión de estos últimos, por la ignorancia en
que se hallan de los verdaderos bienes y de los verdaderos males. Este defecto
es tan perdonable como la debilidad de un ciego que no puede distinguir lo
blanco de lo negro.
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