Si
encuentras algo en la vida humana que valga más que la justicia, la verdad, la
templanza, el valor o, mejor aún, más que la virtud de un alma que se basta a
sí misma en las circunstancias en que está permitido obrar según la recta razón
y que se confía al destino en todo aquello que no depende de ella; si quizás
encuentras algo preferible,
vuelvo a decir, dirige hacia esto toda la potencia de tu alma y hazte con tan precioso
hallazgo.
Pero
si, por el contrario, no ves nada mejor que el genio divino que reside en tu interior,
que ordena tus propios deseos, que examina el fondo de tus pensamientos, que huye
de los ataques de los sentidos, como decía Sócrates, que se somete por sí mismo
a los dioses y que ama a los hombres; si todo lo demás te parece vil e
insignificante en comparación
de este genio, deséchalo, no sea que te impida conceder toda tu estima y desvelos
a ese bien particular de los seres de tu especie y el único que verdaderamente te
pertenece.
Este
bien, privilegio de la razón y principio de las virtudes sociales, no puede sustituirse
ni aun inocentemente con otro cualquiera, como las alabanzas de la plebe, las dignidades,
las riquezas o la voluptuosidad. Todas estas cosas puede que algunas veces nos
convengan y hasta estén de acuerdo con nuestra naturaleza; pero este es
precisamente su gran peligro, pues a la menor tolerancia se sobreponen a la
virtud y nos arrastran a la perdición. Elige, pues, con claridad y como hombre
libre el bien superior, y una vez elegido, ¡cuidado no lo pierdas! «Pero lo
mejor –dirás tú– es lo útil».
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