Si las almas siguen viviendo, ¿cómo desde el
comienzo de los tiempos puede contenerlas el aire? Y la tierra, ¿cómo puede
contener todos los cuerpos que en ella han sido sepultados desde hace tantos
siglos? Es que, así como los cuerpos se transforman y se disuelven después de
haber permanecido algún tiempo enterrados para dejar el espacio libre a los
demás muertos, de igual modo las almas se transforman, se disipan y se
inflaman, al cabo de un tiempo, en el aire, para ingresar en el seno fecundo de
la suprema sabiduría que gobierna el universo y dejando libre el espacio a las
que vengan detrás. He aquí lo que se puede responder,
suponiendo que las almas sobrevivan. Y no hay que pensar únicamente en la
multitud de cuerpos sepultados de este modo en la tierra, sino también en el
número de animales; porque, bien calculado, ¿cuántos no perecen, por decirlo
así, en las entrañas de los que con ellos se alimentan? Sin embargo, todos van
a parar al mismo sitio, porque dentro del cuerpo se transforman en sangre, en vapor,
en aire y en calor.
¿De qué medio valerse, pues, para conocer la verdad?
Analizando los objetos en su materia y en su esencia.
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